Por: Ernesto Facho*
Somos nuestro
propio demonio y hacemos del mundo
nuestro propio
infierno
Óscar Wilde
Óscar Wilde
Portada de la novela presentada en el Salón Consistorial de la Municipalidad Provincial de Chiclayo, el 21 de junio de 2019 |
Esa misma noche del sábado 7 de septiembre, Camilo se separó del grupo e
hizo jurar a Moisés y a Franco que no le dirían a nadie dónde estaba, pues Abigaíl
iría a buscarlo de inmediato. Otra vez apoyarían a su más grande referencia en
cuanto a nociones mujeriles y artes amatorias. Y, así, seguirían al lado de
quien les conduciría justamente hacia la gloria de las faldas cortas y los
labios entreabiertos.
Camuflados en la poderosa oscuridad de la noche, minutos antes de las
once, los hermanos Valdez aguardaban su momento en el Panteón de Belén. El
cementerio, entonces museo, estaba congelándoles el alma. No había perdido ni por
un momento el aura oscura que maldecía tanto a residentes como a visitantes.
Todas esas leyendas aprendidas en la infancia empezaban a llenar sus
pensamientos. Pasaron por la tumba del niño Nachito, esa que está cubierta de
pelotas, iluminada desde sus cuatro obeliscos por cuatro viejas antorchas,
porque el niño en vida temía a los lugares oscuros. Y treparon por el mismo
árbol, donde según la leyenda estaba enterrado un vampiro. Se decía que dicho
tronco había nacido de la estaca con que habían perforado el corazón de la
bestia. Y que el día que alguien derribara sus hojas, el monstruo saldría a
vengarse de los descendientes de sus asesinos.
—Joaquín, hermanito —susurró Mario.
—¿Ahora qué pasa? —respondió enojado el mayor de los Valdez. —Luego
renegó en voz baja—: ¿No ves que debemos guardar silencio? Ya va a venir
Camilo.
—¿Te acuerdas del chavo de medicina que entró corriendo a las ocho de la
noche a este mismo panteón para clavar un clavo y se volvió loco? Había hecho
una apuesta con sus amigos a que lo hacía.
—Ya había olvidado esa historia.
—Sus amigos lo esperaron casi una hora y cuando entraron a sacarlo el
tipo estaba desmayado…
—Cállate, Mario, por favor, ¡no empieces!
—Y cuando despertó, no quedó igual. Ya estaba loquito, muy loco el pobre
—dijo con voz entrecortada.
Pero los dos temblaban de nervios y la ansiedad era un cuchillo que
dividía la razón en dos partes: una que apostaba por olvidarlo todo, y otra que
buscaba vengarse del padre, a través del hijo, en nombre del espíritu santo de
la familia Valdez.
Cuando estuvieron a punto de abandonar el plan, Mario le recordó a
Joaquín que Camilo era un impuntual de primera. Esa idea los mantuvo con la
esperanza firme, hasta que sucedió: Un sonido de pisadas sobre un césped
muerto, se acercaba como un dolor que se iba haciendo más agudo en sus cuerpos.
Una equis invisible señalaba el lugar en el que la víctima debía pararse a
preguntar por Vania en voz alta, sin ser escuchado por nadie más que por los
Valdez. En esa oportunidad, tomaron las precauciones del caso y decidieron
asegurarse de que ningún eco, desde aquel ambiente, llegara a alguna parte.
Entonces algo resplandeció con un brillo letal en la noche, lo mismo que
los dientes de un lobo distraído en el bosque. Camilo había metido la mano a su
bolsillo derecho y había rescatado de allí un objeto. Con cierta maestría,
presionó el botón de la navaja plegable y la hoja apareció veloz y sonora,
lista para separar pulpa y cáscara del fruto. Él había llevado una manzana al
cementerio. ¿Por qué?
De la Piedra tenía la sensación de que en el subconsciente de las niñas persisten
los recuerdos de los viejos cuentos infantiles. Cuando les mostraba la manzana,
toda ella era como un imán de sentimientos arrancados desde la lejana infancia,
los cuales aterrizaban en ese presente para susurrarles al oído que él, al
igual que la manzana de Blanca Nieves, era algo peligroso y prohibido.
“Cuando les mostraba la manzana, toda
ella era como un imán de sentimientos arrancados desde la lejana infancia (…)”
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Y las buscaba rojas, brillantes, jugosas, como un presagio de aquel
triunfo que él casi podía acariciar en los márgenes del viento errabundo. Y las
llevaba consigo en su camioneta a menudo.
«Está armado, Joaquín», susurró Mario. «Tal vez solo está pelando una
manzana. ¿Y si nos descubrió? ¡Qué tal si la Cienfuegos se cabreó y le pasó la
voz! Ojalá no sea una trampa para otra trampa», meditó Joaquín.
La noche seguía avanzando. Estaba nublado en algún lugar del cielo, muy
lejos de esa luna que no lograron prever. Hasta que las nubes hicieron lo
propio: Cubrir el rostro mágicamente amarillo de esa esfera, la que tenía esa
actitud de un enorme ojo que empezaba a cerrarse. Ella no iba a ser testigo de
«la bromita». No se les podía pasar la mano con el asunto. Sería un escarmiento
y nada más, salvo que los ánimos de Joaquín no fueran los mejores a la hora de
liberar a su víctima en potencia.
Los hermanos Valdez podían oír los latidos de sus corazones y las
respiraciones agitadas de ambos. Habían llevado una red, pero Camilo tenía una
navaja. ¿La red que envuelve la navaja o
la navaja que divide la red? Las reglas de ese «piedra, papel o tijeras», ciertamente,
eran muy ambiguas. Pero ellos eran corpulentos. Pero algo podía salir mal.
Pero…
Camilo seguía gritando el nombre de Vania. Y ambos no podían esperar más
tiempo en esa copa. Se marcharía sin que sucediera nada o los descubriría hasta
que la nube se alejara del ojo ciclópeo oculto tras las sábanas del cielo.
Abandonado a un instinto animal, apelando a su lado primitivo y salvaje,
Joaquín, sin avisar a Mario, saltó del árbol y cayó directamente sobre Camilo,
atacándolo por la espalda.
—¡Por los clavos de Cristo resucitado! —gritó aterrado de su propio plan
Mario Valdez.
Entonces, antes de ser visto, el mayor tomó la pala que había escondido
debajo de unas ramas y golpeó a Camilo en la nuca, desbaratando de una vez por
todas, ese espíritu que tantas veces se había burlado de ellos.
Y hubo un silencio preñado de nervios y una satisfacción plena y oscura.
Lo arrastraron unos metros, descubrieron el agujero que habían estado
cavando toda la mañana y parte de la tarde y lo echaron dentro. Luego, para
tapar el hueco, pusieron encima una lámina de acero muy pesada, con unos
agujeros para que respire.
El Panteón de Belén, escenario clave
de la novela “Te espero en el panteón”
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*Docente y escritor