Por: Ernesto Facho
Rojas
Ya
era momento de iniciar con la presentación de mi novela, pero los
músicos seguían tocando. Miré mi reloj, mientras vi que —también con retraso—
llegaban los presentadores. El Poeta
estaba por allí; conversaba con unos muchachos y le regalaba sus propios libros
firmados a otro vate menudo que estaba de visita. Sin embargo, su expresión era
de pocos amigos. Estaba más serio que de costumbre y se le notaba algo
nervioso.
Me anunciaron y
caminé hacia la mesa de honor junto con los comentaristas. Las luces nos daban
en la cara y eso era algo fastidioso, pero no tanto como el rostro del Poeta
que seguía hundiendo en su pecho algún sentimiento oscuro, ese mismo que se
reflejaba en su semblante.
Me alcanzaron
el micrófono y, cuando empecé a saludar al auditorio, súbitamente el Poeta,
dando veloces y grandes pasos, decidió abandonar la sala. Eso sí me
sorprendió, incluso me distrajo.
Mientras
intentaba construir mi discurso con algún saludo trillado para salvar el
momento, recordaba que, cuando él presentaba una muestra de sus versos, yo había sido uno de los amigos más entusiastas.
Una mañana,
aquel bardo se había aparecido en la puerta de mi trabajo. Era el año 2016 y ya
se había hecho de otro título. «¡Felicitaciones, estimado!» recuerdo haberle
dicho, mientras lo abrazaba y le daba golpecitos afectuosos y viriles en la
espalda.
—Quiero que me
hagas una reseña, Alberto —me propuso el artista.
— ¿Una reseña?
¿Yo? —pregunté con asombro.
—Sí. La quiero
para la próxima semana, porque quiero publicarla en La Industria.
—Pero, Poeta…
—dije, mientras recordaba cómo él se había negado a escribir algo para mi
primer libro—. Mira, estoy ocupado. Este colegio religioso me quita mucho
tiempo.
—Hermano,
cuando puedas… Tómate tu tiempo. Ya, ve cuando te haces un espacio.
Con el libro
entre las manos y la propuesta allí, decidí no hacerme para atrás y apoyarlo.
En ese momento me despedí, pues estaba en el receso y casi ya no me quedaba
mucho tiempo para volver a clases.
—¡Oye, hermano,
todavía no te vayas! Espera… ¿Estás apurado? —me dijo con cierta ironía. Seguro
pensaba que mi prisa era un rasgo de soberbia.
—¿Qué pasó?
Tengo que irme, Poeta.
De un bolso que
no sé de dónde apareció, mi compañero extrajo una cámara fotográfica y, con más autoridad que cortesía, me dijo:
—Ponte allí
para tomarte una foto con mi libro.
—¿Dónde?
—Más atrás.
Así… Así… Cógelo así, que se vea la portada… Pero sonríe, pues… Ya… A ver, otra… Ya… Listo. Hermano, te pasaste.
Ya no te quito más tu tiempo —dijo ante de retirarse y estrechar mi mano con
energía.
Ya estaba por
terminar la presentación de la novela, cuando apareció una vez más el Poeta.
Estaba con el cabello mojado, se le notaba más tranquilo, pero aún conservaba
una pizca de enojo en su expresión.
Mientras me
dirigía a la mesa de honor recordé que, remarcando bien las palabras, me había
dicho: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro». «No te preocupes —le
dije—. De todas maneras te voy a dar uno».
La maestra de
ceremonias nos agradeció por participar en el evento y, junto con los
presentadores, oyendo el sonido de los aplausos, nos dirigimos a la parte
trasera del auditorio.
En ese momento,
se me acercó una señora con un pequeño: era un exalumno mío, quien había visto
la publicidad y me pedía que le venda la novela. A unos metros, el Poeta
vigilaba con recelo la mesa donde estaban expuestos los ejemplares. Luego se
acercó un amigo… y otro… y otro amigo a pedir que les vendiera mi obra. Algunos
me solicitaban dedicatorias que ellos mismos ya habían escrito con
anticipación.
Más adelante,
con la cabeza gacha a razón de que firmaba un ejemplar, sentí una mano posarse
en mi espalda y una voz dueña de un tono entre confidencial y exigente:
«Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro». «No, amigo. No, no te preocupes»,
le contesté más sorprendido aun con dicha urgencia.
—Alberto —se me
acercó Julio—, necesito que nos des unas palabras para el evento.
—Sí, termino de
vender aquí y te juro que voy —le respondí agradecido a mi anfitrión.
—Ya, listo,
gracias.
Una vez más,
mientras despachaba a mi último cliente, el Poeta se me acercó y repitió,
dándole más énfasis que antes a las mismas palabras: «Alberto, no te vayas a
olvidar de mi libro».
Un tanto disgustado
por su insistencia, avancé hacia el salón donde me estaban esperando con la
cámara encendida. Con gran sorpresa, el Poeta me vio pasar delante de él, con
un extraño gesto que era parecido al de la desolación. Cuando vi su tristeza,
le dije: «Espera un momentito. Ya vuelvo».
Di las palabras
con gran fluidez, hicimos una sola toma y quedó. Sin embargo, desde allí, en
medio de esas paredes cubiertas con cuadros coloridos y absurdos, aquella noche
en que la alegría de haber presentado una obra de narrativa se estaba echando a
perder, no quise volver a sentir la energía pesada de mi amigo, el hacedor de
versos. Por ello, cuando vi que mi padre hizo su aparición, le pedí que por
favor le entregara uno de los libros que estaba en mi maleta. Además, afuera me
abordaron dos buenos amigos que también me pidieron un ejemplar, por los cuales
ellos sí pagaron.
—Dice que
quiere que se lo firmes —dijo mi papá cuando lo vi volver con el libro entre
las manos. No sé por qué, pero le faltaba la primera hoja en blanco a la
novela. Había sido arrancada.
Con ganas de
que el ilustre rapsoda se fuera contento, le dediqué el libro, encargué mi
maletín y yo mismo fui a entregárselo. Después de todo, me apenaba verlo esa
noche allí con el ceño fruncido, la expresión dura, tal vez con el orgullo
herido, aunque me negaba a pensar en esto último. Sin embargo, la situación
parecía evidente.
Me acerqué,
puse el libro en sus manos y creo que le di un abrazo y le hablé lo más amable y
afectuoso que pude, sin máscaras ni artificios. Yo era sincero. Pronto vi que
mi sonrisa tuvo un reflejo en su rostro; había cambiado su semblante.
Intercambiamos unas palabras y me excusé —sin mentirle— diciéndole que estaba
ocupado firmando y vendiendo libros. Al fin y al cabo, yo había asistido a dicha
ceremonia para vender la obra, lo cual era una prioridad frente a la buena
voluntad mía de poner paños fríos en los ánimos del artista.
Me agradeció
por haberlo mencionado, nos despedimos afectuosamente y, ya habiendo cumplido
con dicho evento, fui detrás de mi familia y buscamos un taxi.
En el camino,
me iba pensando: «Pedirle una reseña hubiera sido absurdo. Mejor así. Ni loco».
11:
30 p.m. 8 de junio de 2020
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