«Dejo mi heterosexualidad en la puerta» susurré. Ingresamos. Alrededor de veinte personas, en su mayoría mujeres, practicaban ejercicios de estiramiento, mientras la profesora manipulaba el parlante que traía la magia hacia esa habitación iluminada al estilo disco (...) El ambiente se había transformado, cubierto por una aureola de alegría, bienestar y euforia.
CUANDO SENTÍ EL PESO de la barra sobre mi cuello, descendí con mucho
cuidado flexionando las rodillas. En ese instante, percibí que un hombre corrió
hacia mí y puso su mano sobre mi cintura: «Espera, espera. ¡Se van a salir los
discos!» me dijo. No entendí lo que me estaba diciendo y le pregunté: «¿Por qué
me tocas?» Cuando intenté voltear el rostro, me explicó que la barra necesitaba
los seguros. De lo contrario, los discos se iban a salir y no podría hacer las
sentadillas. No le vi el rostro, porque estaba de espaldas, pero esa tarde,
posiblemente, ese muchacho me salvó de un accidente.
No pisaba un gimnasio desde el 2016. Cuando iba, había un punto de
inflexión en el que me detenía y pensaba con seriedad: «¿Qué hago aquí,
moviendo los brazos, haciendo estas sentadillas, levantando estos fierros,
cuando en mi casa me esperan los clásicos y los pendientes de la escritura?» Y
al terminar, cuando me cambiaba en el baño, cuando a la carrera cruzaba Luis
Gonzáles y abandonaba ese colegio donde los niños eran adiestrados para hacer
publicidad y ganar medallas en competencias deportivas, reparaba en que no
llegaría ni siquiera a acariciar el lomo de mis ejemplares de Víctor Hugo y
James Joyce. Por el contrario, contra mi voluntad, escucharía con atención el
susurro de un hada que me transportaría, con sus mágicos polvos invisibles, a
la región transparente del sueño.
Después de la ducha, cada fibra de mi cuerpo conspiraba contra mí. Por
ello, custodiando mi tiempo y mis energías como si fueran mi más preciado
tesoro, decidí renunciar a ese mundillo de hombres con espaldas cuadradas y
mujeres con pantalonetas ceñidas hasta el infinito.
Pero hace poco he vuelto. Ustedes tal vez pensarán que quiero darles a
entender que, con mucho sacrificio, he logrado cruzar el umbral hacia un estilo
de vida deportivo y saludable. Lo cierto es que no sé cuánto me dure la
emoción.
Ya saben: los músculos, después de un tiempo sin ejercicio, pierden vigor;
en cambio, la tinta de mi prosa no se borra. He allí la diferencia.
Yasanny me había dicho que se matriculó en un gimnasio de Luis Gonzales y
Pedro Ruiz. «Es uno nuevo y hay ofertas». Por mi parte, seguía con mi rutina de
escritura, empezando siempre por avanzar la lectura de los clásicos y luego los
manuscritos.
Hasta que en una ocasión me propuso acompañarla.
Pasar tiempo junto a ella y participar en una actividad saludable, era
exactamente como matar dos pájaros de un tiro. No podía negarme.
Desempolvé la faja, busqué unas zapatillas; en el camino, trataba de
recordar los pesos y, por fin, llegamos. Se abrieron las puertas del ascensor y
aquel cubículo nos puso frente a un ambiente de muros amarillos y otra vez las
mallas y los hombres (algunos) robustos en busca de más volumen. El primer día
hicimos piernas. Acostumbrado a mi forma de trabajar antigua, me pareció más
práctico no utilizar la máquina Smith para hacerlas. Por el contrario, me fui
al otro extremo y avancé en pie, solo con el peso de la barra y los discos. Allí
sucedió el incidente que narré al principio.
No recordaba que el dolor de los días posteriores al entrenamiento fuera
casi imperceptible.
Tal vez se trate de la máquina de masajes. ¿Será cierto que tiene unos
efectos relajantes sobre los músculos? De todas formas, lo que hace que esta
experiencia sea especial, respecto a las demás oportunidades que he tenido de
ejercitarme, es el baile.
Me refiero a las clases de Zumba que con tanta ilusión Yasanny me había
descrito. Respecto a esa nueva aventura para mí, me sentía algo cohibido. «Está
oscuro y todos bailan y parece una discoteca» me dijo ella, pero ni con esas
características estaba contento con la idea.
«Dejo mi heterosexualidad en la puerta» susurré. Ingresamos. Alrededor de
veinte personas, en su mayoría mujeres, practicaban ejercicios de estiramiento,
mientras la profesora manipulaba el parlante que traía la magia hacia esa
habitación iluminada al estilo disco. La música, como una espada, cortó el
silencio adornado de susurros y risas a media voz. El aire se contagió de una
alegría inexplicablemente primaveral, juvenil y llena de vigor. El ambiente se
había transformado, cubierto por una aureola de alegría, bienestar y euforia.
Los pasos me salieron torpes. Por momentos, sin talento alguno, lograba
intuir el próximo paso de la maestra, ya que los movimientos eran
estratégicamente predecibles. Hubo un instante en el que pensé «¡Qué mal lo
debo estar haciendo!», hasta que, al dar un giro, me encontré con la mirada de
un hombre calvo que no entendía nada.
Mover los brazos y las piernas, empinarme al ritmo de esas melodías, tratar
de calcar los movimientos de la instructora me pareció, en ese instante en el
que casi no podíamos vernos los rostros, un pequeño y atractivo desafío.
Mientras lo cumplía, me imaginé a Edgar Allan Poe, preocupado por su físico
también. Dicen que era capaz de nadar diez kilómetros por el río James. Pensé
en Lord Byron, en quien se inspiró el primero para atreverse a convertirse en
un esbelto pez; en Hemingway, quien practicaba el boxeo y se mostraba rudo, muy
rudo, incluso en su resistencia con el alcohol. En alguna ocasión, también,
visité un gimnasio de boxeo, pero por un breve tiempo. Sin embargo, esa tarde
estaba allí, a merced de la música, escuchando la voz marcial de las mujeres,
quienes correspondían con un grito a la orden del salto.
Percibí un bienestar superior al agotamiento físico. En conclusión, había
valido la pena.
Como si hubieran sido desenchufados de sus roles artísticos e infantiles,
todos volvieron a sus formas originales de adultos. Se agachaban para recoger
sus tomatodos, las toallas; se despedían; cerraban con cuidado la puerta;
algunos tenían energías para seguir en la lucha afuera, en medio de las
máquinas. En tanto, mi espíritu procesaba que había encontrado, además de mis
otras tareas sedentarias, una actividad atractiva que me proporcionaba ingentes
cantidades de dopamina y adrenalina.
En las ocasiones posteriores encontré, además del señor calvo, a otros
muchachos tan varoniles como los héroes de Marvel, contorneándose al estilo del
Zumba.
Hacer máquinas está bien, pero, sin lugar a dudas, la diversión y la
emoción no están allí, sino en el salón de al fondo, donde se practica esa
danza.
¿Qué hubiera sucedido si aquel joven no corría, como una flecha, hacia
mí para evitar que los discos abandonen su sitio? Nunca lo sabré. Pero sí me
queda la certeza de que tendré mucho más cuidado no solo con los seguros
obligatorios en las barras, sino también con los pesos y los ejercicios que no
debo tomar a la ligera.
Pero, dentro de todas esas precauciones, pienso que me he liberado de una
idea errada. Allí, en el Zumba, los hombres también somos felices. Quitarse un
poco de estrés, perder algunos kilos con el baile, por el momento, me ha
parecido un pasatiempo que me gustaría conservar, por lo menos, hasta que
vuelva el necesario yugo de los horarios, los exámenes y las clases.
Chiclayo, 28 de enero
de 2024