Por: Ernesto Facho Rojas
Los maestros del Karl Weiss, muchas veces,
llegaban resignados.
Aparecían balanceando sus
maletines, mientras atravesaban un estrecho pasadizo sembrado de muchachos con
las camisas por fuera, quienes también tocaban palmas como unos monos brutos y
soltaban horribles carcajadas de villanos. Ya en el salón, había que decirles
que se acomodaran, que tomaran asiento, que sacaran el cuaderno. Y apenas abrían
la boca, podía sentirse, en las palabras de esa gran mayoría de profesores, aquel
desgano clásico y natural por estar allí, frente a un montón de adolescentes
que no hacían más que, también en la gran mayoría de los casos, tomar notas en
sus cuadernos sucios o decir una broma vulgar.
En medio de ese conocido
pandemonio, aparecía mi profesor Domiciano. Siempre me llamó la atención lo
fijo que se quedaba su cabello —una suerte de hebras blanquinegras—, cuando
dictaba clases. A veces, cuando se enfurecía y se ponía rojo, tan solo permitía
que un mechón gris cayera por su frente y nada más.
Pero lo que más sorprendía de
su persona, de su calidad docente, era esa marcada diferencia cuando trataba de
entrar en nuestros corazones con un sermón limpio y sincero, ese que quiere ser
una especie de anzuelo que capture para siempre la consciencia de los
estudiantes.
Era, junto con otra minoría,
de aquellos que hacía todo lo posible por clavar inteligentemente el colmillo
en el duro cuero de la ignorancia. Su desesperación, su agitación, su verbo encendido trataba de convencernos, de estremecernos y encender en nosotros
esa voz que grita: «¡Despierta, joven!»
Cómo no recordar esas sesiones
extraordinarias en un salón aparte, fuera de la institución, con precios
realmente absurdos para todo lo que recibíamos. Se me viene a la mente esa
urgencia que nos despertó cuando dijo que debíamos aprender técnicas de
estudio.
Domiciano Mercedes Bejarano era,
sin duda alguna, un docente cuya fe por la juventud y el porvenir ardía como
una sola llama dentro de su pecho.
Ya había terminado mi carrera y, en una ocasión, lo encontré
por la calle y nos saludamos. Recuerdo que con buena fe me llevó, casi de la
mano, hasta una conocida academia preuniversitaria. Intercedió por mí y,
gracias a él, obtuve unas horas para dictar literatura. Quien redacta no estaba
desesperado por el empleo; sin embargo, en los ojos de mi maestro aún brillaba
esa chispa de esperanza por la juventud, esa necesidad de ayudar.
Gracias, maestro, por su
pasión; por ser luz en aquellos rincones donde abundaban las tinieblas; gracias
por su vida al servicio de los que no son nada y andan ciegos; gracias por,
reitero, esa desesperación por vernos surgir de entre esa masa informe y sin ánimos
que fue la adolescencia; gracias por los test vocacionales, esos documentos que
irremediablemente vaticinaron mi futuro prometido a la escritura; gracias por el
tiempo extra en los salones pequeños donde escuchábamos los reforzamientos;
gracias, además, por hacernos sentir que así, con nuestros quince o dieciséis
años, éramos seres con una misión importantísima en un país que desfallece y se destartala.
Por los sellos en las esquinas
de las páginas, por los desafíos mentales, por las adivinanzas, por los
regaños, por el jalón de orejas…
Por su librito de psicología
(autor: Domiciano Mercedes Bejarano) con esas preguntas difíciles al final,
gracias, muchas gracias.
Ahora debe marchar por otros pasadizos
ciertamente menos oscuros.
Y ya no habrá oportunidad para alcanzarlo y hacerle la última pregunta sobre el tema.
¡Adiós, mi buen maestro! ¡Adiós, amigo, adiós!
Martes 4 de
febrero de 2021
11: 12 p.m.