De un momento a otro, vimos a Desdémona en la piel de María Grazia Gamarra. Había saltado como un cisne hasta aparecer cruzando el escenario. Su cabellera de oro hacía juego, en la penumbra, con el resplandor de los antiguos palcos. Como dijo Yasanny: «Se veía muchísimo más joven en persona, una muñequita». De pronto, apareció el valiente Otelo, (el muy talentoso André Silva) con el uniforme militar.
André Silva y Maria Grazia Gamarra, protagonistas de la obra "Otelo" |
¡Cuánta alegría sentí! Ya habíamos
llegado al hermoso teatro.
La emanación de
esa purísima luz dorada caía sobre la vereda sucia del Jirón Ica. Y a mí me
parecía que aquella línea de oro separaba la realidad de la ficción, la vida
real de la literatura, el cielo del purgatorio. Unos minutos antes, yendo a
cenar, ya habíamos visto cómo se filtraba, a través de sus estructuras, aquel
fulgor que llamaba sobremanera mi atención, con sus elegantes alfombras rojas
dentro.
¡Cuánta alegría
sentí! Aquella dimensión paralela llamada Teatro Municipal de Lima, inaugurado
en 1915, lugar histórico donde alguna vez habían ingresado personajes como José
Santos Chocano y María Félix, nos esperaba con el mármol bruñido de sus dos
escaleras, las cuales conducían, con gracia, hacia los balcones y la sala
principal. Allí pudimos apreciar los estéticos palcos con molduras bañadas en
pan de oro y, en el escenario, yacía un gigantesco cañón suspendido, el cual
formaba parte de la puesta en escena de aquella obra que me ha dejado marcado y
que me ha costado tanto esfuerzo alcanzar a ver: “Otelo” de William
Shakespeare, dirigida por Jean Pierre Gamarra.
En aquel espacio
cóncavo, a escasos metros del tenebroso escenario, pudimos notar la alegría
serena de la gente. Los limeños habían llegado con sacos y gabardinas, con
abrigos elegantes, silenciosos y respetuosos en todo momento con el espectáculo
que íbamos a presenciar.
De pronto, las
luces disminuyeron notablemente su fulgor. Una voz dio las indicaciones previas
para disfrutar de la función y se hizo el silencio.
De un momento a
otro, vimos a Desdémona en la piel de María Grazia Gamarra. Había saltado como
un cisne hasta aparecer cruzando el escenario. Su cabellera de oro hacía juego,
en la penumbra, con el resplandor de los antiguos palcos. Como dijo Yasanny: «Se
veía muchísimo más joven en persona, una muñequita». De pronto, apareció el
valiente Otelo, (el muy talentoso André Silva) con el uniforme militar. Ambos
iniciaron una especie de danza contemporánea, mientras —detrás—, como naciendo
de entre las misteriosas sombras, a manera de lentos espectros silenciosos, surgían
los demás personajes, quienes se ubicaron en lugares específicos con cierta
simetría y se quedaron como estatuas.
Fernando Luque, a mi parecer, fue la figura más resaltante en el elenco. |
De aquellas
figuras, solo una de ellas cobró vida: el traidor Yago.
Este personaje,
encarnado con inteligencia y carisma por Fernando Luque, empezó su atrapante
monólogo, desplazándose a lo largo del escenario, mientras se refería a los
personajes mudos y quietos que tenía a su disposición.
Ese toque
juguetón que le dio Luque a Yago fue, en gran manera, el atractivo mayor de
aquella presentación. Mientras se desarrollaba la historia del honorable y
respetado moro que trataba de abrir el paso para su matrimonio con Desdémona,
aquella seriedad, aquel aliento poético contrastaba con las veces en que el
villano tenía divertidos parlamentos. Aquí aparecía burlándose de todos, los
metía en su telaraña, desarrollaba ideas perversas casi frente a ellos, los
embaucaba y, como si se tratara casi del director de la obra, encausaba el
rumbo de la trama con sus diversas y oscuras triquiñuelas.
¿Pero acaso no
se trataba de una icónica tragedia, la de los celos? Correcto. Sin embargo, me
parece que su director, Jean Pierre Gamarra, ha sabido encaminar la obra de tal
suerte que, manteniendo cada línea del texto original, y también gracias a la
experiencia de su elenco, ha dejado no solo que Shakespeare se haga entender,
sino que se pueda disfrutar, a pesar de los largos monólogos llenos de prosa
poética. Esto, además, me ha parecido una de las más grandes fortalezas de esta
puesta en escena: haber logrado hacer digerible un texto clásico con discursos
llenos de metáforas y demás recursos estilísticos.
“Otelo” duró
tres horas. Pero yo hubiera querido que dure cuatro. Nunca antes ninguna
ficción había logrado mantenerme tan a la expectativa y disfrutando del goce
estético de una producción, como lo sentí este último fin de semana, en la
víspera del cierre de temporada.
Jean Pierre Gamarra (director de "Otelo") y Maria Grazia Gamarra (Desdémona). Sí, son hermanos. |
La puesta en
escena fue magistral, poética, dinámica y entretenida. Parecía un lienzo donde
se había puesto cuidado en cada detalle de la pintura. Y es que no solo brillaron aquellos tres personajes
mencionados líneas arriba, sino todos. Otro personaje que me agradó mucho fue
Brabancio (Alonso Cano) no solo por el vigor y el dramatismo de su
interpretación, sino también por la caracterización. Me encantó verlo aparecer
con los cabellos largos y cargando su ropa. También me gustó mucho la valentía de
Emilia (Andrea Alvarado), personaje que, más tarde, se sobrepone contra la
maldad de su marido para enfrentarlo y, por fin, encontrar la muerte a manos de
él.
A estas alturas,
ustedes pensarán que toda esa energía potente y otra vez poética ha sido
transmitida al público gracias a la fidelidad de los micrófonos. Los personajes
hablaban fuerte y entonados, como si estuvieran declamando un poema,
articulando a la perfección y sin errar en ninguna palabra. Sin embargo, la
acústica de este, uno de los mejores teatros de Sudamérica, hizo posible que
pudiéramos escuchar las voces limpias y sonoras sin el uso de ningún artefacto
de por medio.
Respecto a la
música, se ha sabido introducir el rock de dos piezas de Los prisioneros. Ya en
la publicidad se anunciaban los videos en Instagram con el tema de fondo:
“Estrechez de corazón”. Y aquella canción fue reservada para el momento del
clímax de la obra. Me refiero a la escena en que Otelo hace arder su corazón,
como si fuera un carbón, en las llamas del odio y los celos. La música empezó a
sonar y Otelo perseguía a Desdémona. Sin embargo, cuando pensé que ese sería el
acabose de la obra, el pico más alto de esta pieza de arte, sentí como mi
cuerpo se estremeció con tres acciones paralelas: Yago asesinaba a Rodrigo que
había atacado a Miguel Casio, Otelo destruía su espíritu mientras preparaba el
vil asesinato. Y en medio de ambas acciones, como un cordero que intuye su
terrible sino, Desdémona entonaba —a capela— una hermosa y muy sentida canción
de adiós.
Después de
escuchar al público cubrir con aplausos a los actores, después salir y andar
unos metros al hotel por el Jirón Ica, he salido esperanzado del teatro. Una
luz de oro, muy parecida al resplandor del Municipal, se anuncia en una época
extraña donde el arte, fatídicamente, se confunde con el entretenimiento o el
ridículo.
El elenco de "Otelo" de Shakespeare, dirigido por Jean Pierre Gamarra |
Ojalá todas las
personas que amo y estimo, alguna vez, tuvieran la oportunidad que presenciar
lo que yo vi allí. En definitiva, no solo la genial pluma de Shakespeare, sino
también la dirección, producción y el talento de su elenco, estoy seguro,
harían despertar a esta generación que se impresiona con músicas patéticamente
eróticas y tanto contenido idiota en las redes.
Sé que Éxodo
Teatro (en coproducción con la Municipalidad Metropolitana de Lima) también ha estrenado “La vida es sueño” y “El
avaro”. También sé que, para el 2024, ya están gestando la puesta en escena de
“Hamlet”, otra obra de Shakespeare. Por mi parte, de concretarse aquel
proyecto, haré todo lo posible por asistir a una de esas funciones. Por el
momento, solo queda continuar leyendo a los clásicos, difundirlos en las
escuelas, seguir formando personas ilustradas, con pensamiento crítico.
Así, algún día, tal
vez ellos puedan experimentar lo que se siente encontrar a Shakespeare vivo,
desde una butaca, mientras afuera sigue su curso otra especie de tragedia, una
donde el mundo avanza de espaldas al arte, sumido en la miseria de la rutina,
los horarios y los demás compromisos autómatas de la vida adulta.
Todo valió la
pena: el viaje de catorce horas, la espera (compramos entradas en agosto), el
cansancio, la prisa de una ciudad cuyo tiempo va tan rápido que nos pisa los
talones, dormir en los incómodos sillones del bus, volver al trabajo con sueño…
La recompensa de
la experiencia me haría repetir el plato una y otra vez.
¡Cuánta alegría
sentí! Por fin pudimos ver “Otelo” en el teatro.
Interior del Teatro Municipal de Lima, fundado en 1915. |
Chiclayo,
1 de noviembre de 2023
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