jueves, 12 de septiembre de 2024

No puedo celebrar la muerte de Alberto Fujimori - Por: Ernesto Facho R.


CELEBRAR LA MUERTE de Alberto Fujimori me parece miserable.

Fujimori ha sido un personaje con muchos matices, ya que tuvo grandes aciertos en su gobierno, como lograr la estabilidad económica del país, realizar importantes obras de infraestructura, acudir a los lugares más recónditos del Perú, por donde nunca había pasado un gobernante. También es cierto (y aquí viene la parte oscura y truculenta) que fue responsable de la matanza de Barrios Altos y La Cantuta, de los grupos paramilitares asesinos, de las esterilizaciones forzadas, de un tráfico de influencias y manipulación de medios de comunicación que llegó a niveles cinematográficos, con tramas dignas de cualquier historia hollywoodense. 

Sin embargo, creo que uno no puede envilecerse en redes, celebrando la muerte de nadie. ¿Cuánta distancia existe entre un asesino y alguien que celebra la muerte de otra persona? ¿Acaso los asesinos primero no imaginaron esa muerte, se alegraron ante esa visión y luego ejecutaron sus sombríos planes?

    

Esa perspectiva materialista, ajena a cualquier noción del mundo espiritual, donde bien sabemos que existen leyes universales que se encargan de hacernos pagar todas nuestras culpas, me parece de lo más vulgar. Obviamente Fujimori no va a descansar en paz y con eso, sus enemigos, ya pueden darse por servidos.

En este momento histórico, a mí me parece que quedan el aire flotando unas preguntas.

¿Algunos reaccionarán y notarán que, como dijo Hildebrant, Keiko era solo una máscara, un apelativo de Alberto Fujimori? 

¿La gente seguirá apoyando a la hija del séptimo exgobernante más corrupto de mundo sabiendo que la fuente de las ideas, su padre, yace bajo tierra?

¿Qué tanto afectará la desaparición del patriarca al clan más corrupto de la historia del Perú?

No puedo celebrar la muerte de otro ser humano. Eso, repito, me parece ruin.

Pero tengo derecho, como peruano, a seguir soñando con ver morir al fujimorismo.



Chiclayo, setiembre 12 de 2024



viernes, 30 de agosto de 2024

“EL TARTUFO” DE LA ALIANZA FRANCESA ME HIZO REÍR A CARCAJADAS


Por: Ernesto Facho Rojas*

  

De allí, de entre esas voces, escuchamos el timbre agudo de María Grazia Gamarra (la criada Dorina), enfundada en unos pantalones marrones y con una evidente giba artificial. Ese contraste sonoro ha sido, de alguna forma, una de las principales columnas de esta historia, algo que no pude percibir al leer la comedia. La otrora protagonista de la serie “Al fondo hay sitio” le hizo honor al apodo que se pone en las redes sociales, ya que nos sacó varias sonrisas.

 

Cartel promocional de “El Tartufo” de Moliere, bajo la dirección de Jean Pierre Gamarra. 

Antes ya había sentido la plenitud del goce estético al ver “Otelo” de Shakespeare, bajo la dirección de Jean Pierre Gamarra. Y me pareció una puesta en escena sublime, como si me mostraran los personajes temblando desde las mismas páginas de un Shakespeare que toca el cielo con la punta de los dedos, en plena lucha con el ángel.

 De pronto, en mayo, se anunció “El Tartufo”, también del mismo director y repitiendo a figuras como María Grazia Gamarra, Alonso Cano y Fernando Luque. Con aquel precedente, me dije: «No me la puedo perder».

A continuación, dejaré registro de algunas impresiones que tuve al experimentar una vez más el milagro histriónico de aquellos talentosos actores, quienes le dieron vida a uno de los embusteros más grandes de la literatura universal.

La obra empezaba a las ocho de la noche y la cita era en la Alianza Francesa de Miraflores, el 1 de agosto. Después de dar un largo paseo por el malecón de Miraflores, apreciando la apasionada figura de los amantes en El Parque del Amor, luego de recorrer el Parque Chino y procurarnos, junto con Yasanny sus padres, un delicioso almuerzo en uno de los elegantes restaurantes de Larcomar, acudimos al teatro. Había afuera una larga fila esperando por esa criatura fabricada por Moliere.

Portada de la obra “El Tartufo”, una comedia en cinco actos escrita en versos alejandrinos por Molière y estrenada en París el 5 de febrero de 1669. 

Al ingresar, de golpe, nos topamos con la atmósfera, entre hierática y pintoresca, de los personajes que rezaban el rosario. Parecía que habíamos llegado a presenciar un ritual cristiano, el cual se prolongó por unos minutos, con gran efusividad. Luego entendí que aquella escena, la cual no pertenece al guion original, era una especie de introducción, mientras el público se ubicaba en sus butacas respectivas.

Desde el doble privilegio que representa la primera fila, pude respirar a Moliere. Allí estaba una vez más Fernando Luque (Tartufo), poseído por otro espíritu, completamente distinto al Yago que aprecié en el “Otelo”. Se mostraba al lado izquierdo del escenario, subido en un banco antiguo, mientras debajo los personajes atacaban y defendían, con igual pasión, las acciones del protagonista.

Detrás de él había una cruz de hierro. La música de los diálogos empezó a llenar el ambiente de forma natural. De allí, de entre esas voces, escuchamos el timbre agudo de María Grazia Gamarra (la criada Dorina), enfundada en unos pantalones marrones y con una evidente giba artificial. Ese contraste sonoro ha sido, de alguna forma, una de las principales columnas de esta historia, algo que no pude percibir al leer la comedia. La otrora protagonista de la serie “Al fondo hay sitio” le hizo honor al apodo que se pone en las redes sociales, ya que nos sacó varias sonrisas, —incluso algunas estridentes carcajadas— con sus oportunas intervenciones.

Si bien es cierto cada actor estuvo a la altura de las circunstancias, mostrándose cómico y caricaturesco para los propósitos de la historia, también me gustaría mencionar esa importante fuerza histriónica que le aportó Alonso Cano al ponerse en los zapatos de Orgón. Con su inquieto peluquín dorado con forma de hongo, a manera de una aureola que reflejaba la inocencia de quien se dejan engañar, iba corriendo de un lado a otro. También se dejaba poseer por el Espíritu Santo, se desmayaba, hacía las veces de abogado y, en uno de los momentos cúspide de la obra, nos sorprendió atravesando el escenario como un felino al ejecutar con pulcritud un difícil volantín de ninja.

El triunfo de aquella inesperada pirueta dejó boquiabierto al público que lo aplaudió, mientras él seguía escondiéndose torpemente del Tartufo.

Jean Pierre Gamarra, director peruano de gran trayectoria, quien no solo ha dirigido clásicos como “El Tartufo”, sino que también fue el encargado de “La vida es sueño”, “Otelo” y “El misántropo”, entre otras obras. 

Una escena que comentamos mucho con mis suegros y Yasanny, mientras abandonábamos el recinto y buscábamos la forma de tomarnos algunas fotos o grabar videos, fue la de Alejandro Tagle (Damis, hijo de Orgón).  Por un instante, el joven se ubicó en medio del escenario y cogió una especie de cordones invisibles de donde tenía amarrados nuestros corazones. Él prometía desenmascarar al impostor con las siguientes palabras, mientras los ojos de la Alianza Francesa lo seguían con asombro: «Vos tenéis vuestras razones para obrar así y yo tengo las mías para proceder de otro modo. Querer encubrir a este hombre es locura».

Tuve el atrevimiento de escribirles a Éxodo Teatro, los encargados de hacer nacer a los clásicos del teatro universal y hacerlos respirar el aire tenso y gris de Lima. Mi objetivo era conversar con Fernando Luque, actor que esta vez nos volvía a sorprender con su magia para transformarse como lo hace el agua, tomando la forma de los personajes que lo contienen. Me dijeron que le iban a pasar la voz, que llegaba tarde y se iba temprano, que dictaba clases. No tenía muchas esperanzas de concretar el encuentro. (Les escribí mientras me preguntaba dónde estaba el león blanco y por qué, allí en el Parque de las Leyendas, yacía tan sola la leona sin el macho). Y sí llegué a comunicarme con él, pero nuestros horarios no pudieron coincidir.

Gracias de todas formas, Fernando.

¿Se imaginan si en vez de una crónica hubiera subido una entrevista y unas fotos con Fernando? Hubiera sido un muy grato recuerdo.

Dejando a un lado mi ambición y abrazando los momentos de la puesta en escena, recordando, por ejemplo, la pintoresca tensión erótica donde pude apreciar algunas lágrimas reales puestas como un par de perlas en el rostro de Elmira (Amaranta Kun, ¡qué gracia y qué pasión para interpretar!) dados los privilegios de la primera fila, me ha parecido un espectáculo digno del primer mundo. Aquel ha sido, una vez más —de la mano de Éxodo y Jean Pierre Gamarra y de sus actores—, otro evento que guardaremos muchos, muchos de los asistentes, como una joya que llevaremos en nuestros corazones.

Sabemos bien que la hipocresía es inmortal. Entonces, por los siglos de los siglos, que sigan reviviendo en los teatros el espíritu y el genio de Moliere.

¡Amén!

Imagen del elenco de “El Tartufo”. Fuente: Lima en escena. 


Lima, sábado 3 de agosto de 2024

5: 16 a.m.

 

*Docente, escritor y booktuber

domingo, 28 de enero de 2024

CRÓNICA| Zumba y poesía | Por: Ernesto Facho


«Dejo mi heterosexualidad en la puerta» susurré. Ingresamos. Alrededor de veinte personas, en su mayoría mujeres, practicaban ejercicios de estiramiento, mientras la profesora manipulaba el parlante que traía la magia hacia esa habitación iluminada al estilo disco (...) El ambiente se había transformado, cubierto por una aureola de alegría, bienestar y euforia.

CUANDO SENTÍ EL PESO de la barra sobre mi cuello, descendí con mucho cuidado flexionando las rodillas. En ese instante, percibí que un hombre corrió hacia mí y puso su mano sobre mi cintura: «Espera, espera. ¡Se van a salir los discos!» me dijo. No entendí lo que me estaba diciendo y le pregunté: «¿Por qué me tocas?» Cuando intenté voltear el rostro, me explicó que la barra necesitaba los seguros. De lo contrario, los discos se iban a salir y no podría hacer las sentadillas. No le vi el rostro, porque estaba de espaldas, pero esa tarde, posiblemente, ese muchacho me salvó de un accidente.

No pisaba un gimnasio desde el 2016. Cuando iba, había un punto de inflexión en el que me detenía y pensaba con seriedad: «¿Qué hago aquí, moviendo los brazos, haciendo estas sentadillas, levantando estos fierros, cuando en mi casa me esperan los clásicos y los pendientes de la escritura?» Y al terminar, cuando me cambiaba en el baño, cuando a la carrera cruzaba Luis Gonzáles y abandonaba ese colegio donde los niños eran adiestrados para hacer publicidad y ganar medallas en competencias deportivas, reparaba en que no llegaría ni siquiera a acariciar el lomo de mis ejemplares de Víctor Hugo y James Joyce. Por el contrario, contra mi voluntad, escucharía con atención el susurro de un hada que me transportaría, con sus mágicos polvos invisibles, a la región transparente del sueño.

Después de la ducha, cada fibra de mi cuerpo conspiraba contra mí. Por ello, custodiando mi tiempo y mis energías como si fueran mi más preciado tesoro, decidí renunciar a ese mundillo de hombres con espaldas cuadradas y mujeres con pantalonetas ceñidas hasta el infinito.

Pero hace poco he vuelto. Ustedes tal vez pensarán que quiero darles a entender que, con mucho sacrificio, he logrado cruzar el umbral hacia un estilo de vida deportivo y saludable. Lo cierto es que no sé cuánto me dure la emoción.

Ya saben: los músculos, después de un tiempo sin ejercicio, pierden vigor; en cambio, la tinta de mi prosa no se borra. He allí la diferencia.

Yasanny me había dicho que se matriculó en un gimnasio de Luis Gonzales y Pedro Ruiz. «Es uno nuevo y hay ofertas». Por mi parte, seguía con mi rutina de escritura, empezando siempre por avanzar la lectura de los clásicos y luego los manuscritos.

Hasta que en una ocasión me propuso acompañarla.

Pasar tiempo junto a ella y participar en una actividad saludable, era exactamente como matar dos pájaros de un tiro. No podía negarme.

Desempolvé la faja, busqué unas zapatillas; en el camino, trataba de recordar los pesos y, por fin, llegamos. Se abrieron las puertas del ascensor y aquel cubículo nos puso frente a un ambiente de muros amarillos y otra vez las mallas y los hombres (algunos) robustos en busca de más volumen. El primer día hicimos piernas. Acostumbrado a mi forma de trabajar antigua, me pareció más práctico no utilizar la máquina Smith para hacerlas. Por el contrario, me fui al otro extremo y avancé en pie, solo con el peso de la barra y los discos. Allí sucedió el incidente que narré al principio.

No recordaba que el dolor de los días posteriores al entrenamiento fuera casi imperceptible.

Tal vez se trate de la máquina de masajes. ¿Será cierto que tiene unos efectos relajantes sobre los músculos? De todas formas, lo que hace que esta experiencia sea especial, respecto a las demás oportunidades que he tenido de ejercitarme, es el baile.


Me refiero a las clases de Zumba que con tanta ilusión Yasanny me había descrito. Respecto a esa nueva aventura para mí, me sentía algo cohibido. «Está oscuro y todos bailan y parece una discoteca» me dijo ella, pero ni con esas características estaba contento con la idea.

«Dejo mi heterosexualidad en la puerta» susurré. Ingresamos. Alrededor de veinte personas, en su mayoría mujeres, practicaban ejercicios de estiramiento, mientras la profesora manipulaba el parlante que traía la magia hacia esa habitación iluminada al estilo disco. La música, como una espada, cortó el silencio adornado de susurros y risas a media voz. El aire se contagió de una alegría inexplicablemente primaveral, juvenil y llena de vigor. El ambiente se había transformado, cubierto por una aureola de alegría, bienestar y euforia.

Los pasos me salieron torpes. Por momentos, sin talento alguno, lograba intuir el próximo paso de la maestra, ya que los movimientos eran estratégicamente predecibles. Hubo un instante en el que pensé «¡Qué mal lo debo estar haciendo!», hasta que, al dar un giro, me encontré con la mirada de un hombre calvo que no entendía nada.

Mover los brazos y las piernas, empinarme al ritmo de esas melodías, tratar de calcar los movimientos de la instructora me pareció, en ese instante en el que casi no podíamos vernos los rostros, un pequeño y atractivo desafío. Mientras lo cumplía, me imaginé a Edgar Allan Poe, preocupado por su físico también. Dicen que era capaz de nadar diez kilómetros por el río James. Pensé en Lord Byron, en quien se inspiró el primero para atreverse a convertirse en un esbelto pez; en Hemingway, quien practicaba el boxeo y se mostraba rudo, muy rudo, incluso en su resistencia con el alcohol. En alguna ocasión, también, visité un gimnasio de boxeo, pero por un breve tiempo. Sin embargo, esa tarde estaba allí, a merced de la música, escuchando la voz marcial de las mujeres, quienes correspondían con un grito a la orden del salto.


Percibí un bienestar superior al agotamiento físico. En conclusión, había valido la pena.

Como si hubieran sido desenchufados de sus roles artísticos e infantiles, todos volvieron a sus formas originales de adultos. Se agachaban para recoger sus tomatodos, las toallas; se despedían; cerraban con cuidado la puerta; algunos tenían energías para seguir en la lucha afuera, en medio de las máquinas. En tanto, mi espíritu procesaba que había encontrado, además de mis otras tareas sedentarias, una actividad atractiva que me proporcionaba ingentes cantidades de dopamina y adrenalina.

En las ocasiones posteriores encontré, además del señor calvo, a otros muchachos tan varoniles como los héroes de Marvel, contorneándose al estilo del Zumba.

Hacer máquinas está bien, pero, sin lugar a dudas, la diversión y la emoción no están allí, sino en el salón de al fondo, donde se practica esa danza.  

¿Qué hubiera sucedido si aquel joven no corría, como una flecha, hacia mí para evitar que los discos abandonen su sitio? Nunca lo sabré. Pero sí me queda la certeza de que tendré mucho más cuidado no solo con los seguros obligatorios en las barras, sino también con los pesos y los ejercicios que no debo tomar a la ligera.

Pero, dentro de todas esas precauciones, pienso que me he liberado de una idea errada. Allí, en el Zumba, los hombres también somos felices. Quitarse un poco de estrés, perder algunos kilos con el baile, por el momento, me ha parecido un pasatiempo que me gustaría conservar, por lo menos, hasta que vuelva el necesario yugo de los horarios, los exámenes y las clases.



Chiclayo, 28 de enero de 2024