Por: Ernesto Facho Rojas*
Cuando
Natalia abrió la puerta, encontró una hermosa carreta rústica,
cargada de rosas y perfumados lirios. Un oso de peluche comandaba ese móvil
inmóvil en su puerta.
Al contemplarla, la muchacha sintió una especie de
vahído, pues en la tarjeta decía: «Perdóname».
Una cascada de rocío tomó por asalto a sus ojos café y ya
se encontraba con las mejillas húmedas y encendidas. Luego sus puños fueron
cerrándose con tal furia que, de un solo golpe, tiró la puerta, produciéndose
una ráfaga de aire que derribó unos cuantos pétalos del adorno.
A una cuadra esperaba Teo, mirando la sombra solitaria de
ese costoso arreglo, el cual seguía erguido, como si fuera un payaso en el
centro del circo, muy seguro de los aplausos que le debe un público ausente.
Las flores y las mujeres tienen un secreto y mágico pacto,
una especie de magnetismo entre sí.
Por eso, no podían quedarse allí. Y es que Teo, a sus
dieciséis, no creía en aquellas historias donde una mujer se deshacía de un
ramo de flores. Aquello sería como negarse a ellas mismas. Luego recordó la
canción de Guillermo Dávila:
…como una rosa rota
en la basura.
«¿Y si entró para traer unas tijeras y despedazarlas?» se
preguntó inseguro, dramático. «No, ese arreglo está muy bonito. Mi hermana me
ayudó a elegirlo», reflexionó. Entonces se acercó unos metros, convencido que
desde allí, podría neutralizar cualquier ataque de Natalia a ese artefacto romántico,
aquella tarde que ya iba tomando un
aspecto gris.
Luego, escuchó el estruendo de una cadena que estaba
templándose con furia. Era un perro Gran Danés leonado, de largas orejas
caídas, quien observaba el espectáculo inmóvil de aquel oso. El olor de las
flores había llamado su atención. Sin duda, la argolla que sostenía esa cadena
no duraría mucho tiempo. Miró por ambos lados y parecía que los dueños estaban
ocupados, dentro, atendiendo una visita que había aparecido hacía unos minutos
con grandes cajas de regalos envueltas en lazos púrpuras y globos. Teo, al llegar,
lo había visto preso del fulgor de las luces eléctricas, pero al escuchar el
estruendo de la puerta de Natalia, el can había asomado -con mucha curiosidad- el
hocico.
Dispuesto a apoderarse de las flores, como si se tratara
del ser homenajeado, el perro empezó a jalar con más fuerza, mientras los ecos
de sus ladridos se hacían más potentes y viriles. Dentro, la música de unos
villancicos chillones hacía el trabajo de una cortina de humo. Nadie pudo ser
testigo de la inminencia del ataque canino sobre esas flores que el viento,
casi con lástima, acariciaba y hacía temblar mientras caía la tarde.
Prediciendo la ruptura de la ya frágil cadena, Teo salió
corriendo en dirección al arreglo ignorado por su musa. Tenía el cuerpo
cubierto por una espesa leche de electricidad, un incendio en la columna
vertebral. Anegado en el pavor se preguntó: «¿Podía aventajar al perro?» Entonces, cuando estuvo a punto de lanzarse
sobre las rosas, casi a dos metros del animal, sintió que el mecanismo de la
cerradura de la puerta se activaba.
Enseguida, la oscuridad cubrió su entendimiento. El
muchacho había llegado al reino de las sombras mientras, del otro lado,
escuchaba los gritos de la pequeña Natalia y el sonido de flores masticadas.
Unas horas después, despertó. Estaba con la cabeza
envuelta en unas vendas gruesas. Del lado de la oreja izquierda, tenía el
gancho que ajustaba la tela. Una palpitación en el cráneo que le punzaba le
trajo poco a poco los recuerdos y, su madre, más tarde se lo confirmó:
—¿Y qué pasó, eh, Teo? ¿Por qué se te ocurrió salir como
alma que lleva el diablo con tu bicicleta? No viste bien ese camión que venía y
¡zas!, te estrellaste contra él. Tu papá y yo, ¡no sabes!, pensamos lo peor.
Creíamos que te ibas a morir. ¡Creíamos que te ibas a morir! Tirado, tú, allá
en medio de la pista, ¡Dios mío!
—Perdón, mamá —contestó Teo, preso todavía entre la
realidad del sueño y ese otro sueño que es la vida. Luego consultó—: ¿Y el
perro? ¿El Gran Danés?
—¡¿Cuál perro, hijito?! Aquí no hay ningún perro. ¿Te
sientes bien, papito?
Tuvieron una charla sobre seguridad vial. Le dijeron que
Trujillo es muy peligroso. Que hay que tener más cuidado cuando vaya por la
Avenida Mansiche, pues estar frente a la capilla no garantizaba nada.
Luego lo dejaron solo. Puso los ojos fijos en la ventana,
mientras veía las nubes amontonarse allá, al fondo de un ocaso que el sol
empezaba a construir con su ausencia. Un disco encendido como la pulpa de un
durazno había desaparecido en el horizonte.
Pero Natalia seguía enojada porque él había hablado con
esa niña, esa tal… No recordaba ni el nombre. ¿Acaso había terminado ya esa
historia? El pobre tenía el corazón
apaleado por la ausencia de esa rencorosa niña y, parecía, que también era de
noche, allí en su corazón.
Entonces alguien abrió la puerta. Pero no había sido el
sonido, sino la esencia de los soberbios y frescos tulipanes que, de noche, con
su encendido perfume habían llamado su atención. Unos delicados pasos, en medio
del silencio, con su peso de nieve iban siguiendo una línea invisible. Así, Teo
no quiso abrir los ojos. Y optó por aferrarse a la esperanza: se amarró a la
certeza de la dicha, como lo haría un náufrago frente a su tabla de salvación,
a flote de la miseria.
Una débil oscuridad se encendió en la habitación. Allí
estaban sus ojos caramelo, sus mejillas redondas, su amplia frente en forma de
triángulo, la cual terminaba en ese cabello lacio y sedoso que caía sobre sus
hombros. Contra sus pequeños pechos, apretaba ¡oh, sorpresa! un peluche color
miel que incluso en esa paupérrima luz, todavía ostentaba el celeste lazo
alrededor del cuello.
Entonces, sin atender a las heridas del golpe, Teo
apresuró los brazos hacia esa figura que cargaba la carreta de flores y ese oso
de peluche. Y cuando estuvo a punto de tocarla, cuando el cielo se abrió en
forma de una lenta epifanía que descorre una cortina hacia la gloria, escuchó
una voz que le decía:
—Teodoro, hijo, despierta. ¡Por Dios! ¡Mira cómo te ha
dejado ese perro! ¡Una ambulancia, por favor! ¡Un médico!
FIN
*Docente
y escritor