martes, 7 de abril de 2020

Cuento: Historia de un impostor en la cuarentena


Por: Ernesto Facho Rojas



I

Hay eventos que nos terminan marcando con fuego y que empiezan con ridiculeces.
A mí me parece absurdo cómo acabé aquí. Pero ustedes coincidirán conmigo en que algunas muertes son producto de un pájaro que se cruzó en la carretera, unos minutos de retraso en algo baladí, un antojo de último momento, un descuido, salir del baño y resbalar en el felpudo que no tenía que estar allí. De la misma forma, existe gente que se duerme y pierde el vuelo de un avión destinado a estrellarse. 
Por una razón parecida a las anteriores, ahora estoy encerrado en este hospital. Y no sé si esta cuarentena también tiene su origen en algo absurdo o, más bien, se trata de algo orquestado por unas manos siniestras que mueven sus hilos desde lo ignoto. Hay muchas teorías para el origen de cada desgracia. ¿Será cierto que ha venido verme Judith con el perro?  ¿Ya se habrá sanado de coronavirus?
Mi historia, por otro lado, más bien se parece a la de un hombre que se puso en bandeja a la misma desgracia.
Acaba de ingresar alguien vestido como un payaso. Tiene un uniforme naranja que le cubre todo el cuerpo con una máscara que lo provee de oxígeno. Lo digo porque su respiración metálica resuena llenando toda la habitación. Las botas negras que calza avanzan con pasos que parecen de plomo. Y por encima del uniforme, lo cubren un par de alas cerradas de murciélago, las cuales duras y compactas forman una especie de campana o embudo gigantesco que les llega hasta la cintura. Dentro de ese traje/armadura es imposible que yo los contagie.
Está acompañado de otros hombres a quienes no puedo verles ni los ojos. Me incorporo (las cicatrices que me ha dejado el perro aún son visibles), me acerco y ellos retroceden. Me siento como una bestia infectada con el virus del salvajismo. Soy peligroso para ellos. ¿Se habrá salvado Jeremías? Pobre idiota, fue tu culpa.
Luego entran más hombres armados y me cierran el paso. Ya no puedo hacer nada.
Un personaje menudo se acerca sosteniendo un sobre. Este último también está protegido y dice en voz baja al otro, en un español deficiente, que ya tiene los resultados.
Aprieto los puños y me dispongo a escuchar mi sentencia.


II

Esa noche había olvidado pasear a mi perro Boris. Embobado por las noticias y el pánico del virus, me pasé todo el día mirando televisión y anotando algunas cifras con el fin de escribir un artículo para La República. Estaba semidesnudo y, como vivo solo, el encierro me permitía lavar solo ropa interior y uno que otro polo.
Mientras repasaba los datos de mi libreta, Boris me sorprendió acercándose a la puerta y golpeándola con su cabeza. Solía protestar para hacer sus necesidades y no lo había llevado todo el día.
Ya eran más de las ocho de la noche. No había notado la presencia —como en otras ocasiones— de los patrulleros ni sus luces rojas golpeando mi ventana con su resplandor sangriento. Así que salí solo un momento para acompañar a Boris en su faena.
El can olfateaba, daba vueltas, empujaba algunas flores, arañaba el piso con sus patas traseras… ¡Nunca lo vi tan indeciso! Unos minutos después, noté con desagrado que Boris ya había cumplido con su deber.
Cuando estuve por ingresar, mi mascota entró corriendo a la casa, empujando la reja metálica. Su reacción me paralizó. Estuve un momento observándolo desde afuera y llamándolo por su nombre. En ese instante, la puerta —gracias a la fuerza del viento— se empezaba a cerrar traicioneramente.
Nunca entenderé por qué reaccioné de esta manera: cuando escuché la sirena de la patrulla, me asusté tanto que me quedé petrificado y, así, el siguiente ruido fue el de la puerta cerrándose con fuerza.
Boris aullaba desde dentro; me había quedado afuera.



Lejos de intentar treparme por el techo, corrí todo lo que pude hacia ninguna parte, huyendo de la policía que ya había cogido su megáfono para hacer la advertencia:
—¡El caballero que va corriendo en calzoncillo, deténgase ahora!
Muchas ventanas del barrio se abrieron, las miradas caían sin peso sobre mi carne expuesta. A esas alturas, ya había dejado el alma en la carrera. (Eso todavía no se lo he contado a Judith; me muero de vergüenza si se entera).
Y como cerca de mi casa había un canal en construcción, decidí ocultarme allí hasta perderlos. ¿Por qué no me detuve en ese instante y les expliqué mi situación? ¿Fue más importante el pudor aquella noche? ¡Maldita sea, corrí como un delincuente!
Justo cuando ya se había retirado la patrulla, cuando debí acercarme a la puerta de mi casa o refugiarme en la de algún vecino, apareció de la nada un perro gigantesco, negro y musculoso, cuya saliva goteaba con lentitud desde la punta afilada de sus dos colmillos hasta el suelo, produciendo un ruido opaco.


III

Cuando desperté, percibí de mi inmediato el dolor en las plantas lastimadas de mis pies.
Mientras el cansancio había menguado, el hambre iba sintiéndose con la fuerza de un león que ruge en el estómago.
Había pasado la noche entre unos sucios matorrales en medio de la nada.
Sentía asco por mí mismo. Mi cuerpo estaba magullado pues el perro me alcanzó un par de veces; sin embargo, me había liberado con unas rocas que estrellé contra su cráneo. Sí, así había peleado contra la bestia. Mis manos estaban cubiertas por la sangre de aquel monstruo sabueso.
Cuando reaccioné, como si no hubiera tenido mucho hace unas horas, escuché que se acercaban otros militares. Fui rehén una vez más del pánico absurdo y me escondí lo más que pude. (Claro, ya recordé: seguía en bóxer. ¡Qué vergüenza!) Y cuando toqué la oscuridad del miedo, de ese horror que me hizo verme encerrado en una carceleta por desacato de la orden, escuché una risa conocida; una luz al final del túnel me mostraba el rostro de alguien familiar, quien gustaba mucho de hacernos reír cuando todo era normal en nuestras vidas. Allí estaba —rezagado— mi amigo Jeremías, improvisando el sonido de una trompeta con su boca; los demás hombres entonaban cánticos de guerra para darse ánimo en el patrullaje.
Como pude, me agencié de una pequeña piedra que fue a dar justo en la espalda de mi compañero. Este miró a diferentes direcciones y me encontró levantando las manos, haciendo aspavientos para llamar su atención, náufrago perdido en la miseria de la cuarentena y que urge de la ayuda de un amigo.


IV


—¿Y tú qué haces vestido de militar? —le pregunté a mi salvador.
—¡Hermanito lindo, menos mal te he visto! Te juro que no iba a voltear porque a veces a los militares nos molestan así.
—¡Tú no eres militar! ¿Qué hacías con ellos?
—Mira, no me vas a culpar. Te juro que estaba aburridísimo en casa. Ya he pasado los niveles de todos los juegos que tengo en casa y quise salir a tomar aire. Me puse un ratito nomás ese uniforme de militar del que te hablé y al toque nomás, ahí nomás, cholo, que me cogen y me dicen que me alinee. Cuando veo, un huevo de militares caminaba en las calles. Ya, pues, no iba a decir: «No soy militar, nos vemos, voy a mi casa». Y aquí estoy. Ahorita me he escapado de ellos por atenderte, pero ya quería zafar hace rato.
—Amiguito, necesito ir a mi casa —le dije mientras me secaba el cabello con un polo suyo. Ya me había dado una ducha de suma urgencia.
—La verdad que parecías un loco, hermano. Un loco, loco, loco, loco, pero de los recontralocos. Casi te doy tu propina —soltó una carcajada—. Un loco en calzoncillo tirado en la tierra. A esas heridas hay que echarle alcohol, ah. No te olvides.
—No era un calzoncillo, sino un bóxer —aclaré—.  Ya, está bien, pero llegando a casa.
—Quédate un día, hermano —me dijo entre suplicante y persuasivo.
—No, no. Jeremías; se ha quedado encerrado mi perrito. Ayúdame a llegar. Después de perder al rottweiler he caminado buscando encontrar a alguien, pero no había nadie. Y si salgo sin documentos, igual me cogen. No van a entender.
—Ya, ya, mira. Tú eres de mi talla, ah. Tengo una idea —dijo dirigiéndose a su clóset.


V


La gente nos miraba por las ventanas y aplaudía. Ya no se acercaban a darnos comestibles como en los primeros días, pues había escasez de alimentos. Esas fueron gentilezas a inicios de la cuarentena que ya no podían permitirse tres meses después de estar confinados en sus casas con pocas opciones de encontrar suministros.
Varios hospitales habían colapsado, los muertos sumaban 30 235 compatriotas y había casi 1. 2 millones de contagiados. La cifra aumentaba geométricamente cada día.
Los peruanos negligentes fueron sancionados por el Estado o ejecutados por el virus.
El tedio desmoronaba a los matrimonios y, en los siguientes días, encontraban un camino carnalmente encendido hacia una breve reconciliación.
El sexo era una especie de oasis que los desconectaba y los devolvía más tarde a esa realidad hecha de muros que se tornaban gigantescos y horas que se hacían infinitas.
Consumidos por la ira, los cibernautas celebraban cómo algunos participantes de telerrealidad y competencias —Nicola Porcella por ejemplo—, narraban a través de noticieros que les faltaba la respiración, que adolecían de fiebres fuertes y dolores de garganta.
Tongo murió. Y varios lo lloraron por redes sociales, héroe que nunca más volvería a llenar la pantalla con ese rostro lleno de carne y tejido graso; incluso Jaime Bayly, a través de su programa, expresó sus sentidas condolencias a la familia del cantante.
Asimismo, en Europa denunciaron haber recibido una vacuna con la que se les había inoculado un chip diminuto para empezar a controlarlos, mientras se corría el rumor de un segundo brote de pandemia que afectaba a personas de raza negra y niños.



Jeremías se adelantó a mí y le cerró el paso a una muchacha rubia de cabello corto y pecosa. Le pidió sus documentos y le dijo que se dé la vuelta para registrarla. Su víctima, temerosa del supuesto poder militar y con la respiración más que agitada, se apoyó en el muro y abrió las piernas. Las manos de mi compañero fueron como beduinos en aquel desierto blanco de sus muslos, pechos y rostro. Ella tenía los ojos apretados al igual que los puños, hasta que me acerqué para frenarlo, aun temiendo desbaratar nuestro secreto pacto de usurpación.
—Camarada —le dije—, nos necesitan ya para un caso de agresión familiar. Por favor, nos están esperando. La muchacha no tiene nada sospechoso.
Con los ojos inyectados de lujuria, casi convertido en un animal estrictamente copulador, hizo un esfuerzo por alejarse de su presa y seguirme, mientras se limpiaba el sudor del rostro con un pañuelo.


VI

Seguimos rumbo a casa. Jeremías se había hecho de algunos amigos militares a quienes reconocía en las calles. Le pedí que por favor me ayudara ya que, de otro modo, no hubiera podido hacer la travesía —enfundado en aquel uniforme del Ejército— a solas.
Unos minutos más tarde pasamos por Luis Gonzales. Me quedé asombrado al ver la tienda Tottus (el portón metálico estaba destrozado) en medio de un montón de bolsas de plástico donde se leía «Te da más por menos». Dentro, los cables de las conexiones eléctricas daban chicotazos de serpientes que soltaban su veneno eléctrico por doquier. La voz de una anciana nos hizo reaccionar.
—Señores, buenos días. ¡Ay, jovencitos, a ver si me ayudan pues!
—¿Qué le pasa, señora? —la interrogamos preocupados mientras yo pensaba: «Pero no puedo detenerme. Estoy a unas cuadras de mi casa».
—Hay una señorita que vive sola. Se han metido unos ladrones. Dicen que la mayoría ya se han ido pero, hay uno que se ha quedado. Yo lo he visto. No quiere meterse la gente y ya han llamado a la policía pero las líneas están congestionadas. ¡Por favor, vayan a ayudarla, jovencitos! ¡Le puede pasar algo a la muchacha, Dios mío! Me hace recordar a mi hija…
Miré a Jeremías enojado. ¿Con qué excusa íbamos a librarnos de aquel aprieto?
«No se preocupe, señora. Indíquenos dónde es para abordar el conflicto» dije, recordando una de las muchas películas de militares que vi en Netflix.
La casa era de dos pisos. Sin embargo, la muchacha vivía sola en la segunda planta. Trepé como también lo hubiera hecho por los muros de mi casa si no hubiera llegado tan pronto la policía. La mujer, desde abajo, me observaba con sus manos arrugaditas y temblorosas juntas, a una distancia prudente. En sus ojos brillaba un fuego viejo de terror y espanto.
Le pedí a Jeremías que se quedara afuera por si el ladrón salía corriendo. Me descolgué en ese momento por un ajustado tragaluz, haciendo presión con mis botas en las paredes que ya presentaban huellas de zapatos. Acaso ellos también habían usado esa entrada.
Con gran pesar, una idea relámpago estremeció mi ser: «Le pude haber dicho que iba a llamar refuerzos y ya no volvía. ¡Diablos, abuelita! ¿En qué lío me has metido?»
Así conocí a Judith, una muchacha cuyos padres habían decidido salvaguardarse unos días en su casa de campo en Reque. Ella, por pertenecer al rubro de bancos, se quedó para continuar con sus labores renunciando abnegada y oportunamente al viaje, pues luego el presidente Vizcarra prohibió la circulación para las empresas de transporte y autos particulares so pena de abrirles fuego las fuerzas del orden.  
Al entrar, noté que la víctima yacía debajo del asaltante. El arma descansaba con un brillo letal sobre la pulcritud que ostentaba la superficie de una mesa de noche.  
La habitación estaba pintada de rosa y morado. El delincuente se había bajado los pantalones y la mujer estaba amordazada. Tuve un plan.
«¡Salga con las manos arriba!» se escuchó con potencia en toda la casa. El sonido de una sirena fue poblando las calles, mientras el hombre, aún con los pantalones abajo, salió trastabillando como alma que lleva el diablo. En algún momento de la carrera tropezó con una escultura griega y aquel sueño erótico se estrelló en el piso, haciéndose añicos junto con dicha pieza de arte. Al escuchar el impacto, cual caballero medieval sin corcel ni adarga, fui en la búsqueda de esa indefensa dama que seguro yacía asustadísima aún sobre su lecho.
Entré a la habitación y ya no sé nada más.
Veinte minutos después recuperé el sentido. No recordaba muy bien por qué estaba allí pero, de pronto, se me vino a la mente un aluvión de episodios y rememoré haber conectado mi teléfono al equipo de sonido para hacer huir al secuestrador con el audio de las sirenas policiales. Me sobé los ojos desgañitándome y allí estaban los tres sentados: Jeremías, la mujer que rescaté y el violador, charlando plácidamente y evitando el contacto físico por la epidemia. Sus carcajadas resonaban dentro de aquella pieza con gran energía.
—¡Hermanito! Despertaste. Ven, sírvete un cafecito. Estamos hablando sobre ese bicho raro ese que nos cambió la vida. ¿Sabes que parece que proviene de un arma de guerra biológica que preparó China?
—¡Pero qué rayos sucede aquí! —gruñí adolorido.
—Amigo, qué tal, cómo estás —dijo el supuesto abusador ya con los pantalones arriba. Había levantado la mano para saludarme de lejos con una sonrisa más que artificial.
—Joven —dijo la mujer con una voz tímida—, le pido mil disculpas. Yo lo golpeé con el jarrón. Estaba asustada. Pero venga, siéntese aquí. —Luego alzó la voz dirigiéndose a la cocina—: ¡Abuelita!, ¿nos traes otra taza, por favor?
La anciana que nos pidió ayuda apareció muy risueña; sostenía una bandeja de acero donde equilibraba otra taza de café. Mi sorpresa llegó al colmo cuando se me acercó muy dulce a preguntarme cuántas cucharadas deseaba para mi infusión.
Jeremías se sirvió un sándwich de pollo y, cauteloso, me dijo de cerca con la boca llena:
—Parece que no había ningún peligro. Me han dicho que la señora está mal de la cabeza. Ven para que comas. Ya todo pasó. Ven, siéntate.


Me quedé en silencio durante todo el desayuno. Estaba avergonzado y adolorido pero, de a pocos, empezaba a recordar. ¿Era cierto lo que me contaban? ¿La abuelita estaba mal de la cabeza? ¿En realidad aquel hombre era su marido y no la violentaba? ¿Y esas huellas de botas en el tragaluz?
«Esto es real», reflexioné pensando en el cielo azul y los mares más limpios gracias a la cuarentena. «El ser humano fue una pesadilla y la Tierra ya está despertando».  
Decidí abrir la boca no solo para alimentarme, sino para hacer preguntas. Los interrogué por su relación, pero siempre contestaba el hombre. La mujer solo se limitaba a bajar la cabeza y asentir con gran docilidad.


Después de algunas tazas de café, pedí permiso para dirigirme al baño. Me indicaron por dónde era y, aún con la incertidumbre de las versiones, entré en dicho ambiente. El agua me había refrescado sobremanera y me sentía más lúcido. En sí, lo único que le creía a la mujer era lo del golpe del jarrón pues, cuando bajé la mirada del espejo, me encontré con lo que sería el detonante de esta aventura a domicilio: había un cepillo, un solo cepillo —más solo que un hombre en medio de una lucha feminista—, sembrado dentro de un pequeño vaso metálico. ¿Acaso la abuela, marido y mujer se cepillaban todos con el mismo utensilio de aseo?
En mi mochila de militar metí la pesada tapa del inodoro. Traté de disimular como pude mi forma de caminar, hasta que encontré a la anciana con las manos arriba (el villano la apuntaba con el revólver), mientras la muchacha y Jeremías yacían tenidos en el piso con sendas mordazas en sus bocas.
—¡Vaya, nos engañaste a todos! —dije de manera socarrona al ingresar al comedor.
—Arrodíllate, animal y me cambias ese tonito porque te enfrío ahorita —me dijo el delincuente—. ¡Al piso! ¡Al piso, hijo de puta! —gritó con menos furia que miedo.
Una seguridad inusual se apoderó de mí. Miré hacia donde estaba la muchacha y noté que su aspecto era el de un ángel secuestrado por Satán. Su cabello negro caía con gracia hasta el piso. Me observaba con sus ojos agrandados por el delineador y, puedo jurar que en un momento, a pesar de la mordaza, sus labios ligeramente carnosos me sonrieron con ternura. ¿Será verdad que has llegado a verme, Judith?
—Está bien —le dije retirándome la mochila. El rostro de la mujer había cobrado un bellísimo rubor en sus mejillas de tez trigueña. ¡Cómo no la había visto así antes! Era guapísima.
Me quité un asa, la otra (el delincuente bajó la guardia) y en un segundo la tapa del wáter se estrelló contra el rostro del malhechor. A manera de un peligroso tigre en la sabana, me lancé sobre aquel hombre que apenas reaccionaba y le llené el rostro de puñetazos sin que él pudiera hacer nada para protegerse. Sentía cómo, por momentos, mis puños se herían errando el golpe y terminaban por impactar en el piso. El disfraz de militar, al igual que mis manos, ya se había manchado con su sangre oscura.
—¿En serio era un ladrón? —dijo asustado Jeremías—. Y yo que empecé a abrirme con él y a contarle mi vida. No puedo creerlo.

Una inquietud febril empezó a recorrer mi cuerpo con su fulgor eléctrico. La muchacha estaba muy atenta y sonreía con cada cosa que decía. ¡Maldito bicho! Ni siquiera podía acercarme. ¿No podía? ¿Y si no estaba infectada? La observé unos segundos. Su rostro era un inventario de una nariz pequeña, ojos vivaces, cejas pobladas y una sonrisa que hacía nacer en sus mejillas un rebrote de ternura que las abultaba ligeramente.
Estaba mirándola hasta que la muchacha tosió. Tosió y tosió con fuerza. Se empezó a coger la garganta y todos nos asustamos. No lo pude comprobar yo mismo porque ya no me atreví a tocarla, pero vi cómo ella misma palpó su frente y se puso pálida del miedo.
En ese instante, el ladrón aprovechó para gritar a todas voces que lo habíamos secuestrado y se arrojó contra la ventana para seguir implorando ayuda a todas voces. De un solo cabezazo, el villano rompió el cristal, consiguiendo una herida que sería su boleto de salida. Y justo cuando ya estaba por desatarse los nudos, Jeremías corrió a detenerlo y forcejearon hasta que el malhechor logró romper la mascarilla de mi amigo, acertándole un puñetazo.
—¡Este hombre abusó de mí! —se escuchó desde afuera.
Se abrieron algunas puertas en el barrio, mientras una guapa muchacha de pecas se acercaba hacia los vecinos para denunciar a Jeremías. ¡Dios bendito! Era esa misma mujer que ese tonto había manoseado en el camino.
Unos grandulones se precipitaron, cubiertos con mascarillas de diferentes calidades, a golpear la puerta; el ladrón ya se había acercado reptando hasta la ventana y había huido. Los que estábamos en aprietos éramos nosotros.
Pusimos la mesa contra la puerta y llamamos a todas voces a la policía. «¿Acaso ustedes no son del ejército?», nos preguntó la viejecita con gran disgusto: «¡¿Quiénes son ustedes, malditos?!»
Con la poca reserva de fuerzas que le quedaba, la anciana ondeaba el bastón con el propósito de reducirnos. Teníamos enemigos fuera de la casa y otra rival dentro, armada con un bastón de madera que en verdad dolía y mucho.
Y para consumar ese brote escandaloso de gritos e injurias, las sirenas volvieron a escucharse, esta vez de verdad. Ya eran más de las dos de la tarde  y la gente corrió a esconderse en sus casas. «¡Toque de queda! ¡Toque de queda! ¡Toque de queda!», se escuchaba por todas partes.
Pero alguien no entró. Con el bastón apoyado en la pista, estaba la anciana mientras la gente la esquivaba en su carrera buscando un refugio. «¡Policía, policía! ¡Vengan a ayudar a esta pobre mujer indefensa! ¡Estos cachacos me quieren violar! ¡Me quieren violar!». Si yo mostraba mis moretones y rasguños, tal vez los hubiera convencido de que el verdadero terror era ella.
La gente en sus ventanas sacó sus ollas y pidieron justicia contra Jeremías. Detrás de mí, la muchacha guapa, Judith, tenía los ojos blancos y estaba a punto de desmayarse. Corrí hacia ella y logré llegar a tiempo para sujetarla. Todo se desmoronaba a mi alrededor. No sé por qué, pero la anciana terminó derribando con su bastón a cuatro policías, llegaron más y la enmarrrocaron a ella, a Jeremías. Repito: en ese instante todo se iba al diablo y yo, yo solo estudiaba los labios gruesos de Judith, sentía su respiración agitada, su aliento caliente que emanaba de su boca y sabía a menta fresca. ¡Oh, Judith! Tus labios, tu mentón, tus ojos cerrados, tus brazos, tu cuerpo, tus pestañas larguísimas, la cicatriz en medio de tu frente, ese lunar clavado justo en el pómulo… tu… tu… tu… ¿Tos?



Mi musa había disparado directamente a mi boca.  Apenas recuerdo unos brazos fuertes sujetándome de las axilas, unos golpes en la cabeza, mi cuerpo cayendo sobre la alfombra de esa niña que ya caía bajo el poderoso puño del coronavirus.  


VII

El hombre que tiene el sobre pequeño dice que ya tiene los resultados. Los demás, envueltos en sus trajes absurdos de color naranja, con esa especie de campana morada encima, o alas de murciélago cerradas, lo miran como si fuera alguien que conoce mucho. Lo sé no por sus gestos invisibles, sino por la forma en cómo le abren paso cuando se dirige hasta donde estoy.
—¿Esperabas recibir noticias positivas este año? —me pregunta el pequeño desde esa casi armadura que tiene encima cubriéndolo en absoluto.
Se nota que está bromeando. Me pongo en pie aún con la cabeza adolorida, no intento acercarme, le sonrío y levanto los hombros. Él me entrega el sobre, hace un ademán y me abren la puerta.
¡Brinco de alegría! Aprieto esa carta aún cerrada contra mi pecho y salgo emocionado. Afuera, Judith me sonríe debajo de su mascarilla. ¿Ya está curada? ¿Cuántos días han pasado? Estuve mucho tiempo sin televisor ni radio. ¿Cuántas personas han muerto?
Un cielo rabiosamente azul y pulcro casi me sonríe. Los arcoíris se proyectan por doquier en medio de un ambiente casi nirvánico. Cerca de la playa, miro a muchos delfines acercarse peligrosamente a las orillas. Las garzas vuelan por doquier. Unos pequeños montículos de arena se mueven: son cangrejos. ¡Me encantan los cangrejos!
Y cuando desvío los ojos de esa hermosa postal, me pregunto: ¿dónde están todo el mundo?
Las hojas de los árboles ondulan con el viento amable que las arrastra en su viaje iniciático. Las pistas están pulcras y recién pintadas. Veo, además, que han construido edificios altísimos. Pero están vacíos. Sigo sin encontrar personas. ¿Por qué hay carteles con gráficos chinos?
Detrás de mí veo a otros hombres vestidos con sus trajes naranjas y sus campanas moradas. No son peruanos, me dice Judith. Los veo retirarse las máscaras y encuentro esos ojos orientales e inexpresivos, solo un par de líneas, un par de rayas sobre una piel amarilla.



Un taxi con letras chinas se acerca. Es otro oriental. Judith coloca su muñeca en una especie de máquina que detecta el microchip que le han inyectado en la muñeca. Los caracteres chinos aparecen en una especie de holograma y ella señala un punto de la ciudad.
Una rarísima turbina arranca y siento que estamos flotando. Ingresamos en la ciudad de Pimentel y todo, absolutamente todo está trastocado. Por doquier se observan letreros de neón con publicidad. Las mascarillas han evolucionado a objetos de moda, artículos que en cierta medida son el reflejo de la alcurnia de los chinos. Sí, ya no veo casi ningún peruano en Pimentel.
—Quiero que me escuches, por favor, con atención. Esto es lo que ha sucedido —me dice Judith sin quitar la mirada del cristal. Un rebrote de luces atornasoladas cae sobre su vestido y le empapan el rostro de colores.
—¿Qué pasa, Judith? —pregunto asustado.
—Es que no te imaginas. China se ha apoderado de varias naciones, querido, incluyendo a Perú. La humanidad no pudo controlar el virus y han caído varios estados. Los chinos cerraron sus fronteras esperando a que todos muramos. Y ahora supuestamente nos están ayudando. Estamos yendo al aeropuerto porque hace unos meses decretaron que los pocos peruanos que quedamos abandonemos el Perú, querido. Los chinos se están apoderando de nuestros recursos. Estamos viajando a una isla en medio del Atlántico. Allí estamos viviendo todos. Allí estamos. Lo siento.
Una lágrima cae sobre su vestido rosa. El conductor hace una pausa, busca algo dentro de una mochila y aparece un rociador con el que desinfecta el vestido de Judith. Luego se me ocurre revisar el sobre.
—¡¡¡Positivo!!! Tengo el virus, maldita sea, voy a morir, voy a morir.
Judith tose. Me mira por última vez y me dice casi sin fuerzas:
—Todos los que vamos a la isla estamos contagiados. Vamos a la isla a esperar que nuestro cuerpo desarrolle un antídoto para que ellos puedan, con nuestra sangre, producir una vacuna. Y para colmo, querido, los peruanos hemos sido unos irresponsables. ¿Te imaginas? Mientras tú has estado internado, la gente ha hecho lo que ha querido. ¡Lo que ha querido! No ha respetado nada. El ejército, la policía y los médicos se han estado contagiando y muriendo por culpa de esos irresponsables. Ahora casi ya no hay gente que vea por nosotros. Con ese pretexto China ha llegado con su ejército a «apoyarnos». Pero ya ves, se están quedando con todo.
Con gran impotencia aprieto los puños y me lanzo sobre Judith para abrazarla. Ambos estamos nerviosos, asustados, con la inminencia de la muerte casi susurrando muy despacio en nuestros oídos: «¡Ustedes son los siguientes!»
«Necesitamos uno más» pienso con malicia. «¡Al infierno nos vamos de a tres!», digo sin que me entienda el conductor. Ahora me tiro sobre él, forcejeamos hasta que consigo arrancarle la máscara y dejo caer un salivazo potente en sus ojos y en su boca.
El chino estaciona el auto y se baja corriendo sin saber qué hacer. Cuando miro a Judith, noto que he logrado hacerla reír. Sabiendo ya nuestro destino, con gran delicadeza retiro de sus orejas los elásticos de la mascarilla. Por fin beso sus labios que tiemblan de placer.
A lo lejos, la sirena de una patrulla extranjera resuena, mientras ambos exploramos nuestros cuerpos infectados de ternura y fuego.


FIN





1:46 p.m. viernes 27 de marzo de 2020