jueves, 4 de febrero de 2021

Domiciano Mercedes, el maestro que nos quiso ver volar


Por: Ernesto Facho Rojas

 

Los maestros del Karl Weiss, muchas veces, llegaban resignados.

Aparecían balanceando sus maletines, mientras atravesaban un estrecho pasadizo sembrado de muchachos con las camisas por fuera, quienes también tocaban palmas como unos monos brutos y soltaban horribles carcajadas de villanos. Ya en el salón, había que decirles que se acomodaran, que tomaran asiento, que sacaran el cuaderno. Y apenas abrían la boca, podía sentirse, en las palabras de esa gran mayoría de profesores, aquel desgano clásico y natural por estar allí, frente a un montón de adolescentes que no hacían más que, también en la gran mayoría de los casos, tomar notas en sus cuadernos sucios o decir una broma vulgar.

En medio de ese conocido pandemonio, aparecía mi profesor Domiciano. Siempre me llamó la atención lo fijo que se quedaba su cabello —una suerte de hebras blanquinegras—, cuando dictaba clases. A veces, cuando se enfurecía y se ponía rojo, tan solo permitía que un mechón gris cayera por su frente y nada más.

Pero lo que más sorprendía de su persona, de su calidad docente, era esa marcada diferencia cuando trataba de entrar en nuestros corazones con un sermón limpio y sincero, ese que quiere ser una especie de anzuelo que capture para siempre la consciencia de los estudiantes.

Era, junto con otra minoría, de aquellos que hacía todo lo posible por clavar inteligentemente el colmillo en el duro cuero de la ignorancia. Su desesperación, su agitación, su verbo encendido trataba de convencernos, de estremecernos y encender en nosotros esa voz que grita: «¡Despierta, joven!»

Cómo no recordar esas sesiones extraordinarias en un salón aparte, fuera de la institución, con precios realmente absurdos para todo lo que recibíamos. Se me viene a la mente esa urgencia que nos despertó cuando dijo que debíamos aprender técnicas de estudio.

Domiciano Mercedes Bejarano era, sin duda alguna, un docente cuya fe por la juventud y el porvenir ardía como una sola llama dentro de su pecho.

Ya había terminado mi carrera y, en una ocasión, lo encontré por la calle y nos saludamos. Recuerdo que con buena fe me llevó, casi de la mano, hasta una conocida academia preuniversitaria. Intercedió por mí y, gracias a él, obtuve unas horas para dictar literatura. Quien redacta no estaba desesperado por el empleo; sin embargo, en los ojos de mi maestro aún brillaba esa chispa de esperanza por la juventud, esa necesidad de ayudar.

Gracias, maestro, por su pasión; por ser luz en aquellos rincones donde abundaban las tinieblas; gracias por su vida al servicio de los que no son nada y andan ciegos; gracias por, reitero, esa desesperación por vernos surgir de entre esa masa informe y sin ánimos que fue la adolescencia; gracias por los test vocacionales, esos documentos que irremediablemente vaticinaron mi futuro prometido a la escritura; gracias por el tiempo extra en los salones pequeños donde escuchábamos los reforzamientos; gracias, además, por hacernos sentir que así, con nuestros quince o dieciséis años, éramos seres con una misión importantísima en un país que  desfallece y se destartala.

Por los sellos en las esquinas de las páginas, por los desafíos mentales, por las adivinanzas, por los regaños, por el jalón de orejas…

Por su librito de psicología (autor: Domiciano Mercedes Bejarano) con esas preguntas difíciles al final, gracias, muchas gracias.

Ahora debe marchar por otros pasadizos ciertamente menos oscuros.

Y ya no habrá oportunidad para alcanzarlo y hacerle la última pregunta sobre el tema.

¡Adiós, mi buen maestro! ¡Adiós, amigo, adiós!

 



Martes 4 de febrero de 2021

11: 12 p.m.