miércoles, 1 de noviembre de 2023

He visto a Shakespeare vivo en Lima |Por: Ernesto Facho R.


 De un momento a otro, vimos a Desdémona en la piel de María Grazia Gamarra. Había saltado como un cisne hasta aparecer cruzando el escenario. Su cabellera de oro hacía juego, en la penumbra, con el resplandor de los antiguos palcos. Como dijo Yasanny: «Se veía muchísimo más joven en persona, una muñequita». De pronto, apareció el valiente Otelo, (el muy talentoso André Silva) con el uniforme militar.

 

André Silva y Maria Grazia Gamarra, protagonistas de la obra "Otelo"


¡Cuánta alegría sentí! Ya habíamos llegado al hermoso teatro.

La emanación de esa purísima luz dorada caía sobre la vereda sucia del Jirón Ica. Y a mí me parecía que aquella línea de oro separaba la realidad de la ficción, la vida real de la literatura, el cielo del purgatorio. Unos minutos antes, yendo a cenar, ya habíamos visto cómo se filtraba, a través de sus estructuras, aquel fulgor que llamaba sobremanera mi atención, con sus elegantes alfombras rojas dentro.

¡Cuánta alegría sentí! Aquella dimensión paralela llamada Teatro Municipal de Lima, inaugurado en 1915, lugar histórico donde alguna vez habían ingresado personajes como José Santos Chocano y María Félix, nos esperaba con el mármol bruñido de sus dos escaleras, las cuales conducían, con gracia, hacia los balcones y la sala principal. Allí pudimos apreciar los estéticos palcos con molduras bañadas en pan de oro y, en el escenario, yacía un gigantesco cañón suspendido, el cual formaba parte de la puesta en escena de aquella obra que me ha dejado marcado y que me ha costado tanto esfuerzo alcanzar a ver: “Otelo” de William Shakespeare, dirigida por Jean Pierre Gamarra.

En aquel espacio cóncavo, a escasos metros del tenebroso escenario, pudimos notar la alegría serena de la gente. Los limeños habían llegado con sacos y gabardinas, con abrigos elegantes, silenciosos y respetuosos en todo momento con el espectáculo que íbamos a presenciar.

De pronto, las luces disminuyeron notablemente su fulgor. Una voz dio las indicaciones previas para disfrutar de la función y se hizo el silencio.

De un momento a otro, vimos a Desdémona en la piel de María Grazia Gamarra. Había saltado como un cisne hasta aparecer cruzando el escenario. Su cabellera de oro hacía juego, en la penumbra, con el resplandor de los antiguos palcos. Como dijo Yasanny: «Se veía muchísimo más joven en persona, una muñequita». De pronto, apareció el valiente Otelo, (el muy talentoso André Silva) con el uniforme militar. Ambos iniciaron una especie de danza contemporánea, mientras —detrás—, como naciendo de entre las misteriosas sombras, a manera de lentos espectros silenciosos, surgían los demás personajes, quienes se ubicaron en lugares específicos con cierta simetría y se quedaron como estatuas.

Fernando Luque, a mi parecer, fue la figura más resaltante en el elenco. 

De aquellas figuras, solo una de ellas cobró vida: el traidor Yago.

Este personaje, encarnado con inteligencia y carisma por Fernando Luque, empezó su atrapante monólogo, desplazándose a lo largo del escenario, mientras se refería a los personajes mudos y quietos que tenía a su disposición.

Ese toque juguetón que le dio Luque a Yago fue, en gran manera, el atractivo mayor de aquella presentación. Mientras se desarrollaba la historia del honorable y respetado moro que trataba de abrir el paso para su matrimonio con Desdémona, aquella seriedad, aquel aliento poético contrastaba con las veces en que el villano tenía divertidos parlamentos. Aquí aparecía burlándose de todos, los metía en su telaraña, desarrollaba ideas perversas casi frente a ellos, los embaucaba y, como si se tratara casi del director de la obra, encausaba el rumbo de la trama con sus diversas y oscuras triquiñuelas.

¿Pero acaso no se trataba de una icónica tragedia, la de los celos? Correcto. Sin embargo, me parece que su director, Jean Pierre Gamarra, ha sabido encaminar la obra de tal suerte que, manteniendo cada línea del texto original, y también gracias a la experiencia de su elenco, ha dejado no solo que Shakespeare se haga entender, sino que se pueda disfrutar, a pesar de los largos monólogos llenos de prosa poética. Esto, además, me ha parecido una de las más grandes fortalezas de esta puesta en escena: haber logrado hacer digerible un texto clásico con discursos llenos de metáforas y demás recursos estilísticos.

“Otelo” duró tres horas. Pero yo hubiera querido que dure cuatro. Nunca antes ninguna ficción había logrado mantenerme tan a la expectativa y disfrutando del goce estético de una producción, como lo sentí este último fin de semana, en la víspera del cierre de temporada.

Jean Pierre Gamarra (director de "Otelo") y Maria Grazia Gamarra (Desdémona). Sí, son hermanos. 

La puesta en escena fue magistral, poética, dinámica y entretenida. Parecía un lienzo donde se había puesto cuidado en cada detalle de la pintura. Y es que no solo brillaron aquellos tres personajes mencionados líneas arriba, sino todos. Otro personaje que me agradó mucho fue Brabancio (Alonso Cano) no solo por el vigor y el dramatismo de su interpretación, sino también por la caracterización. Me encantó verlo aparecer con los cabellos largos y cargando su ropa. También me gustó mucho la valentía de Emilia (Andrea Alvarado), personaje que, más tarde, se sobrepone contra la maldad de su marido para enfrentarlo y, por fin, encontrar la muerte a manos de él.

A estas alturas, ustedes pensarán que toda esa energía potente y otra vez poética ha sido transmitida al público gracias a la fidelidad de los micrófonos. Los personajes hablaban fuerte y entonados, como si estuvieran declamando un poema, articulando a la perfección y sin errar en ninguna palabra. Sin embargo, la acústica de este, uno de los mejores teatros de Sudamérica, hizo posible que pudiéramos escuchar las voces limpias y sonoras sin el uso de ningún artefacto de por medio.

Respecto a la música, se ha sabido introducir el rock de dos piezas de Los prisioneros. Ya en la publicidad se anunciaban los videos en Instagram con el tema de fondo: “Estrechez de corazón”. Y aquella canción fue reservada para el momento del clímax de la obra. Me refiero a la escena en que Otelo hace arder su corazón, como si fuera un carbón, en las llamas del odio y los celos. La música empezó a sonar y Otelo perseguía a Desdémona. Sin embargo, cuando pensé que ese sería el acabose de la obra, el pico más alto de esta pieza de arte, sentí como mi cuerpo se estremeció con tres acciones paralelas: Yago asesinaba a Rodrigo que había atacado a Miguel Casio, Otelo destruía su espíritu mientras preparaba el vil asesinato. Y en medio de ambas acciones, como un cordero que intuye su terrible sino, Desdémona entonaba —a capela— una hermosa y muy sentida canción de adiós.

Después de escuchar al público cubrir con aplausos a los actores, después salir y andar unos metros al hotel por el Jirón Ica, he salido esperanzado del teatro. Una luz de oro, muy parecida al resplandor del Municipal, se anuncia en una época extraña donde el arte, fatídicamente, se confunde con el entretenimiento o el ridículo.

El elenco de "Otelo" de Shakespeare, dirigido por Jean Pierre Gamarra

Ojalá todas las personas que amo y estimo, alguna vez, tuvieran la oportunidad que presenciar lo que yo vi allí. En definitiva, no solo la genial pluma de Shakespeare, sino también la dirección, producción y el talento de su elenco, estoy seguro, harían despertar a esta generación que se impresiona con músicas patéticamente eróticas y tanto contenido idiota en las redes.

Sé que Éxodo Teatro (en coproducción con la Municipalidad Metropolitana de Lima)  también ha estrenado “La vida es sueño” y “El avaro”. También sé que, para el 2024, ya están gestando la puesta en escena de “Hamlet”, otra obra de Shakespeare. Por mi parte, de concretarse aquel proyecto, haré todo lo posible por asistir a una de esas funciones. Por el momento, solo queda continuar leyendo a los clásicos, difundirlos en las escuelas, seguir formando personas ilustradas, con pensamiento crítico.

Así, algún día, tal vez ellos puedan experimentar lo que se siente encontrar a Shakespeare vivo, desde una butaca, mientras afuera sigue su curso otra especie de tragedia, una donde el mundo avanza de espaldas al arte, sumido en la miseria de la rutina, los horarios y los demás compromisos autómatas de la vida adulta.

Todo valió la pena: el viaje de catorce horas, la espera (compramos entradas en agosto), el cansancio, la prisa de una ciudad cuyo tiempo va tan rápido que nos pisa los talones, dormir en los incómodos sillones del bus, volver al trabajo con sueño…

La recompensa de la experiencia me haría repetir el plato una y otra vez.

¡Cuánta alegría sentí! Por fin pudimos ver “Otelo” en el teatro.  

Interior del Teatro Municipal de Lima, fundado en 1915. 


 

 

 

 

Chiclayo, 1 de noviembre de 2023

martes, 4 de julio de 2023

LOS AUTÉNTICOS DECADENTES EN UNA CIUDAD AUTÉNTICAMENTE DECADENTE | Por: Ernesto Facho R.

  

(…) con lentitud y mansedumbre, Jorge Serrano se ubicó en el centro del escenario para cantar con mucho sentimiento: “Yo no sé… lo que me pasa cuando estoy con vos”. En ese instante, no pude ignorar la fervorosa respuesta del público. Esa misma imagen de aquel hombre con el cabello cano estaba copiada en cientos de teléfonos celulares. Quien suscribe, tampoco pudo evitar filmar para llevarse un poquito de magia y leyenda a casa. Fue allí cuando sentimos que éramos hermanos, nietos de un mismo hombre que, por milésima vez, nos volvía a narrar esa misma vieja historia de amor.

 

Los auténticos decadentes, al final del concierto, agitando la bandera peruana. 

HACE YA VARIOS MESES, en la Explanada Perú, se están dando cita muchas bandas de renombre. Sin duda alguna, me refiero a esta gran revolución sin precedente alguno, la cual tiene por nombre “Festival Rock de la amistad” y acoge, principalmente, a bandas de ese género. Educando a la colectividad cumbiambera del norte y promoviendo la buena música de los ochenta y los noventa, han llegado por aquí agrupaciones como Libido, Agi-TC antes de usar, Amén y leyendas del rock internacional como Los rancheros y Vilma Palma e Vampiros. Estos dos últimos, dicho sea de paso, en la anterior edición tuvieron presentaciones impecables y que nos dejaron en claro por qué ellos, a través de la historia, siguen manteniendo vivo y palpitante ese legado que ya es parte de toda Latinoamérica.

Precisamente, estos extraterrestres han venido a pisar suelo chiclayano. Anteriormente se decía que, si alguien quería tocar en esta ciudad, había todo tipo de papeleo absurdo y que las trabas eran muchas. Pero eso, menos mal, ya es historia.

Es así que, a través del “Festival de Rock de la amistad”, se ha abierto una especie de conducto, un túnel, un agujero insólito por donde, por fin, podrá hacerse escuchar la buena música, el rock viril, aquí, en estas tierras que, por décadas, vivieron excluidas de todo ese placer artístico.

Justamente, para esta la última edición, se anunciaba por redes que llegaba Afrodisiaco, Los Rabanes, además de Los auténticos decadentes. Es así que, mi novia y yo, decidimos aprovechar la oportunidad.

Afrodisiaco, liderada por Koki Bonilla, tuvo una excelente performance el pasado 1 de julio en la Explanada Perú


Entramos a reconocer esa pampa en donde, el 28 de abril pasado, se había desatado el furor con los gritos hacia las canciones de Vilma Palma: “Mojada”, “Auto rojo”, “Travestis”, donde habíamos coreado “El Che y los Rolling Stone” y “Mujer” de Los Rancheros. Esta vez encontramos a Dr. Changó. No estuvieron mal, era reggae suave, pero nada fuera de lo común. Ellos hicieron todo lo posible para animar al público y, pienso, que en algunos momentos lo lograron. Tal vez tuvieron un performance mejor que el que describo, pero este oído tan poco entrenado en las artes de ese género, posiblemente, no los está sabiendo juzgar.

Después de que el público cumplió con las peticiones de palmas y saltos de la banda telonera, apareció el muy carismático Koki Bonilla (me llamaron la atención sus setenteros jeans acampanados) junto con su banda Afrodisiaco. Al principio, yo no había entendido la presencia de algunos menores —adolescentes— en el lugar, hasta que ellos, con mucha emoción, empezaron a corear a todo pulmón sus canciones, a la par que las iban reconociendo e identificando con la situación de algún personaje de la popular serie Al fondo hay sitio. Allí caí en la cuenta de que la televisión los había llevado hasta la orilla de Afrodisiaco. Algo que suelo apreciar mucho en estos eventos es la fidelidad del sonido con la música del disco. Ha pasado el tiempo y Koki, a mi parecer, conserva la misma calidad vocal. Escucharlos me pareció muy agradable y encontré, particularmente, amable al vocalista peruano, quien, en una muestra de afecto hacia nuestra ciudad, regaló algunos discos suyos, arrojándolos hacia el público.

Pero ya sabíamos que se llegaba un terremoto. En ese momento, evoqué mi adolescencia, el primer televisor plasma que llegó a casa, los años dos mil, esa emoción que despertaban sus canciones y, de pronto, ya estaban allí, con unos lentes oscuros que absurdamente los defendían de las sombras de esa noche que ya había llegado. Eran Los Rabanes.

La energía que poseían era descomunal y el público quedó electrocutado con esos rayos panameños que desprendían en el escenario. No lo intuí ni lo presentí, en mi televisor plasma de los dos mil se veían muy bien, pero hubo un momento en que los dos vocalistas, más que cantantes, parecían barristas o agitadores. Yo me quedé con el recuerdo, más bien, de dos hombres haciendo mucha bulla sobre el escenario, saltando, gritando, dando órdenes de saltar, llamándole la atención a los asistentes, exigiendo más bulla y desorden al público.

Finalmente, hizo su entrada la banda que todos habíamos estado esperando. Entraron marchando pausadamente, en contraste con la banda anterior; se acomodaron en sus lugares, saludaron cariñosamente. Algunos de sus integrantes, fieles a su estilo, vestían de manera extravagante. Allí estaba Gastón Bernardou, el icónico hombre de largas trenzas; por allá,  Martín Lorenzo con la promesa de “La guitarra” y, en un rincón, silencioso, con una camisa roja a cuadros, cogiéndose la garganta y algo serio, el dueño de la voz de ese tema lleno de tanto romanticismo, ese que todo el mundo ha escuchado cuando suena la canción “Corazón”. Me refiero al señor Jorge Serrano.

Jorge Serrano, vocalista principal de Los auténticos decadentes. 

Naturalmente, el público les hizo una ovación estruendosa y telúrica. Ninguno de ellos había pedido imperativamente aplausos ni que gritaran o saltaran; la gente lo estaba haciendo por su cuenta y poniendo el corazón. Y ni siquiera habían empezado a tocar. Los instrumentos cobraron vida, la máquina del tiempo fue rauda hacia atrás, aparecieron en la pantalla gigantesca sus rostros en aquella época remota de gloria y, luego, empezaron a tejer su magia, mientras hombres y mujeres silabeaban cada una de las palabras que salían de la boca de los cantantes.

En esta presentación final, hubo dos momentos clave, poderosos. En realidad, hubo más, pero quiero rescatar dos. El primero fue cuando el aire se paralizó, las luces se volvieron tenues y, con lentitud y mansedumbre, Jorge Serrano se ubicó en el centro del escenario para cantar con mucho sentimiento: “Yo no sé… lo que me pasa cuando estoy con vos”. En ese instante, no pude ignorar la fervorosa respuesta del público. Esa misma imagen de aquel hombre con el cabello cano estaba copiada en cientos de teléfonos celulares. Quien suscribe, tampoco pudo evitar filmar para llevarse un poquito de magia y leyenda a casa. Fue allí cuando sentimos que éramos hermanos, nietos de un mismo hombre que, por milésima vez, nos volvía a narrar esa misma vieja historia de amor.

Los auténticos decadentes, tocando en la parte final del concierto. 

El otro momento, a diferencia del anterior, estuvo colmado de mucha euforia. Eso ya no era un canto, sino un grito de guerra que nos salía desde lo más íntimo de nuestros espíritus. Y fue más, cuando vimos a nuestro compatriota Koki Bonilla, vocalista de Afrodisiaco, acercarse como un niño ilusionado a cantar “La guitarra”. A través de él, todos sentimos la conexión no solo de Perú con esa banda mítica, sino que también drenamos, —de alguna manera furiosa o artística, animosa o mística—, ese pesado estrés que traíamos de nuestros trabajos.

¡Grande Koki! ¡Grande Auténticos Decadentes! Todos estábamos alegres, a pesar de que esa pretendía ser la última pieza, el último episodio de ese gran concierto.

Al final del tema, apareció un hombre vestido de bombero y nos echó agua con una manguera. Traté de cubrir a Yasanny con mi casaca negra, pero fue en vano. El chorro ya nos había alcanzado. Con algo de agua sobre la cabeza, nos despedimos de ese lugar, prometiendo que, más adelante, volveríamos para soltar un poco la amargura, para recargar energías, pero, sobre todo, para seguir entrando en contacto con esos espíritus que han hecho historia en la música hispanoamericana y, tratando de olvidar un poco, que la decadencia está más cerca de las calles de Chiclayo y de sus innumerables baches y agujeros, de su delincuencia y de su alcaldesa negligente.

¡Larga vida al Festival Rock de la amistad! ¡Larga vida al rock! 


sábado, 18 de marzo de 2023

Hay un desastre llamado Chiclayo – Por: Ernesto Facho

Hace mucho tiempo que Chiclayo no es una ciudad digna. ¿Podemos seguir llamándola ciudad? Nos hemos acostumbrado a ver sus calles principales con pistas rotas, mortales agujeros, olores infernales, buzones abiertos como la boca de un demonio, travestis, prostitutas, ambulantes que se atropellan, peatones que devoran platillos servidos por unas manos de una impureza criminal
 

Chiclayo se está convirtiendo en la ciudad de los desagües 

Anoche salí por primera vez, después de los efectos del Yaku, a recorrer Chiclayo. Y ha sido una experiencia deprimente.

Llegando a Sáenz Peña y Leoncio Prado, ya había pasado por esas pistas armadas con fragmentos de piedras y pedazos flojos de cemento, montículos que hacen perder el equilibrio mientras se va manejando. Y allí estaba el barro donde, en una confusión monstruosa, se habían mezclado los excrementos y la orina, las aguas residuales y la injusticia. Antes de las lluvias, ya teníamos unas pistas miserables y calles de apariencia vergonzosa; ahora los cráteres le salen a uno al paso mientras se va a avanzando por caminos dignos de una ciudad fantasma que ha sobrevivido a los efectos de un salvaje enfrentamiento bélico.

Más allá, llegando al Banco de la Nación, lo que vi me dejó pasmado. Cerca de los paraderos a Lambayeque, al final de la calle San José, las ruedas de los autos giraban y giraban, mientras intentaban trepar por los montículos de piedras embarrados con más aguas servidas. Y las aguas servidas, seguramente con pedazos de excremento, amasaban el barro que los neumáticos salpicaban con una furia inevitable hacia los demás coches.

En esa lucha por cruzar, sentí en el aire —posiblemente— ese mismo olor que se debe percibir en los últimos círculos del infierno para los hombres con los pecados más viles y macabros.

Las calle llenas de barro con aguas servidas emite una pestilencia insoportable

De allí salí, a duras penas, con las ruedas y los botines embarrados, como un trabajador que se encarga de reparar desagües y ha tenido un mal día.

Hace mucho tiempo que Chiclayo no es una ciudad digna. ¿Podemos seguir llamándola ciudad? Nos hemos acostumbrado a ver sus calles principales con pistas rotas, mortales agujeros, olores infernales, buzones abiertos como la boca de un demonio, travestis, prostitutas, ambulantes que se atropellan, peatones que devoran platillos servidos por unas manos de una impureza criminal.

Sin embargo, parece increíble no haber visto, en muchos años, una protesta o una marcha donde se exijan condiciones dignas para los ciudadanos. Imagínense si todos esos muchachos que gastan su juventud en cómodas cuotas dentro de las discotecas, los bares y los conciertos de cumbia se unieran con el propósito de manifestarse y conseguir las condiciones mínimas de salubridad para los suyos.

Pareciera que el conformismo se alimenta del olor de los desagües, la rumba y el alcohol.

Hermanos chiclayanos, estemos muy atentos al trabajo de nuestros gobernantes. Ya la anterior gestión, un desastre bizarro, huachafo y de dimensiones surrealistas, ha dejado a la ciudad como si hubiera sido puesta en las manos de su peor enemigo.

Que no vuelva a suceder. Vigilemos de cerca el actual gobierno. Es sabido que esta ciudad no se recupera de los daños que recibe, sino que estos se van amontonando, como si esta fuera una parte del Perú donde son bienvenidos todos los males, todas las injusticias, toda la basura y la indiferencia.

Ojalá, en algunas pocas décadas, Chiclayo tenga algo más que ofrecer que su espíritu amistoso y su buena gastronomía.


Los problemas de Chiclayo no empezaron con las lluvias y es posible que el daño causado en las pistas no se repare nunca 

 

 

Chiclayo, 18 de marzo de 2023

domingo, 19 de febrero de 2023

“Que, si sigo tu camino, llegaré a Trujillo” |Por: Ernesto Facho

 Habría que estar allí para sentir el placer de verlos, escucharlos, corearlos, hacerles bromas, y, además, sentir la impotencia de no poder guardarte ese momento en el bolsillo para ponerlo en un cuadro. Pienso, incluso, que ni siquiera filmar el performance de este grupo le haría justicia a la nostalgia más adelante, porque la energía del evento parecía tener algo poderoso y sagrado. 


El argentino Noel Schajris y el mexicano Leonel García, vocalistas de Sin Bandera

EL IMPONENTE PIANO de coral estaba en medio del escenario, frente a nosotros.

La lluvia se había desatado en la ciudad minutos antes. Las gotas caían perpendiculares como si fueran flechas traslúcidas que iluminaban las pistas hacia el Club Trujillo. Allí se iba a presentar Sin Bandera, el dúo baladista más grande de los últimos tiempos. Y eso me parecía increíble.

Frente al extenso piano que nos observaba como a escasos seis metros de distancia, estaban las sillas de plástico blancas, alineadas según la disposición del evento. Ya eran las siete de la noche y no se completaba ni la mitad del aforo. Una multitud de sillas vacías perladas por gotas de lluvia estaban muertas e inmóviles a nuestro alrededor. En el escenario, ágiles hombres y mujeres vestidos de negro entraban y salían, conectaban aparatos, hacían pruebas de sonidos.

A las nueve y quince minutos, aquel 13 de febrero en la ciudad de Trujillo, sin más preámbulo que la vibración del nerviosismo en los cuerpos de los fans, se pudo escuchar las primeras notas de su icónico tema: “Mientes tan bien”. Ambos cantantes aparecieron vestidos también con trajes negros. El público se estremeció como si fuera un solo monstruo o una bestia que responde a la llamada de un flautista entrenado en artes mágicas. Acabando el tema, agradecieron amorosos y humildes a su público por haberlos acompañado esa noche y por cantar sus éxitos. Este agradecimiento se repetiría constantemente.

Con solo el primer sencillo, valiéndose de un artilugio propio de un cantante experimentado, Noel ya se había echado el público al bolsillo, pues había modificado uno de sus versos, el cual quedó así:

Que, si sigo tu camino, llegaré a Trujillo…

A diferencia de otros artistas que, con fines de marketing, tratan de posicionar sus nuevos temas en el corazón de sus fans, considero que ellos fueron empáticos, pues nos dieron lo que todos habíamos ido a buscar. Con esto me refiero a que cantaron —a todo pulmón, entonados y con su voz lastimera llena de melodías— temas clásicos como: “Que lloro”, “Que me alcance la vida”, “Entra en mi vida”, “En esta no”, “Te vi venir”, “Suelta mi mano” y un largo etcétera que acabó por bombardear al público de una nostalgia sin límites y un romanticismo a prueba de fuego y… ¿lluvia? Así es. La lluvia, como si fuera un hermoso telón, había enrollado poéticamente sus cortinas a través de una pausa que duró todo lo que duró el concierto. Y, como si la naturaleza estuviera a la orden de estos cantantes extranjeros, cuando el concierto se hubo acabado, la lluvia siguió su curso.

En cuanto al servicio del Club Trujillo, hubo algo que nos dejó con un mal sabor de boca. Y es que, tratándose de Sin Bandera, era lógico que debían colocar a disposición más de un establecimiento de comida. Pero no fue así. Tan solo una larguísima cola para comprar “choripán” a diez soles era lo que había. Así, muchos de ellos, por tratar de hacerse de la comida, la única opción en todo el establecimiento, se perdieron de los primeros valiosos minutos del concierto.

La nota pintoresca la puso también Schajris cuando, al inicio, expuso al cantante de cumbia Christian Yaipén, quien había llegado acompañado de Jenifer Henríquez, su esposa. El baladista argentino dijo: “Un aplauso para mi amigo Christian. ¡Qué bonito se ve junto a su esposita! Él ha venido dos horas desde Chiclayo. Un aplauso para él”. Acto seguido, imitó a Christian interpretando “Eres mi bien”.

Sin Bandera no dejaba de halagarnos con sus melodías. Pienso que el clímax del concierto tuvo lugar cuando, de un momento a otro, casi en los últimos minutos del show, anunciaron que iban a cantar un tema que les había abierto muchas puertas. Y allí fue cuando todo el público, que ya tenía abarrotado al local, (nunca vi fans tan impuntuales) coreó como si fuera un himno patrio la canción “Kilómetros”.

Parecía que todos, a viva voz, estábamos conectados a un solo corazón que cantaba y hacía música.

Ambos cantantes no dejaron de derrochar talento y carisma, así como tampoco dejaron de agradecer las muestras de afecto 

Es cierto. He ido a muy pocos conciertos en mi vida. Sin embargo, soy consciente de que aquel, tal vez, sea el recital más hermoso y lleno de afecto que veré en mi existencia. Habría que estar allí para sentir el placer de verlos, escucharlos, corearlos, hacerles bromas, y, además, sentir la impotencia de no poder guardarte ese momento en el bolsillo para ponerlo en un cuadro. Pienso, incluso, que ni siquiera filmar el performance de este grupo le haría justicia a la nostalgia más adelante, porque la energía del evento parecía tener algo poderoso y sagrado. 

Llegadas las doce, como si se tratara de una cenicienta musical, el grupo apagó las luces. Parecía que se había marchado. En mi mente, pasé lista y proclamé: “¡Yo vine por ‘Sirenaaaaa’; yo vine por ‘Sirena’!”, pues era uno de los pocos temas que quedaban pendientes y, además, uno de mis favoritos. Aún no se completaban las dos horas, faltaban quince minutos más y el público lo había notado. Se percibió cierta incomodidad. Los de la zona Platinum, —medio en broma, medio en serio—, empezaron a gritar: “¡Mis quinientos soles! ¡No se vayan!” Y fue en ese instante en que volvieron los destellos dorados y ellos ingresaron para interpretar su última canción: “Sirena”. Para ello, Noel dijo que confiaba en sus fans, que sabía que eran educados y pidió al personal de seguridad que nos dejaran llegar hasta ellos.

En un tropel desesperado y nada romántico, la gente se amotinó y luchó por alcanzar primero a sus artistas. Ambos cantantes se inclinaron para tocar las manos de su público y nos regalaron los últimos acordes del evento, siempre agradeciendo.

En el retorno, finalizado el show, la lluvia volvió a cubrir Trujillo. Y nosotros volvíamos con el corazón lleno de música, amor y esperanza, aquella noche inolvidable.

¡Gracias, Sin Bandera!


Flyer promocional del evento en Trujillo 

 

  

Chiclayo, 19 de febrero de 2023