lunes, 15 de junio de 2020

«Días sin ti» es el mejor poema de Elvira Sastre

Reseña de la novela «Días sin ti»


Por: Ernesto Facho Rojas

«Quien no sabe de amor vive entre fieras»

Lope de Vega

Elvira Sastre Sanz, autora de Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo (2013), Baluarte (2014), Ya nadie baila (2015), La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida (2016)

«Madrid me mata»,
dice Elvira. Y cuando ella escribe la palabra «España» en su columna de El País, es inevitable —dada mi formación académica—, imaginarme a Lope, Quevedo, Góngora… ¡Cervantes!, aquellos titanes de las letras del viejo continente en cuyo recuerdo descansa una parte de mí. Pienso, también, en el asunto de la popularidad y ese sentimiento casi religioso que significaba escribir versos. Era, pues, un género que se había consolidado como el más genuino y difícil, no porque existía una rima o esa camisa de fuerza del soneto, sino que la poesía tenía un sitial que, en la actualidad, ha desaparecido para muchos de los mismos bardos.  
No es ningún secreto que la narrativa está en boga. Sin embargo, doña Elvira parece enviada en una nave espacial para rescatar este género, el cual ya estaba quedándose tan oxidado como la armadura de Don Quijote, allá los siglos pasados.

Elvira Sastre, posando con la portada de Días sin ti (Premio Biblioteca Breve Seix Barral 2019)

Elvira Sastre Sanz, nacida un 17 de junio de 1992, hace exactamente 28 años, autora de Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo (2013), Baluarte (2014), Ya nadie baila (2015), La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida (2016), entre otros títulos es, en definitiva, una antena que logra conectar con el sentir del pueblo. Este, a través de sus redes, le lanza hurras mientras comparte apasionadamente fragmentos de sus libros. Por ello, podemos decir que Elvira es una poeta superstar, porque ella puede sentir el latido de sus lectores y escribir lo que ellos hubieran querido llorar. Esta misma conexión se da con la novela.

«También tenemos que saber asumir el dolor como algo propio y no darle el nombre de otra persona, a pesar de que hay sido causado por ella y no elegido por nosotros. Esa es la única manera de comprenderlo y poder sobrellevarlo sin que afecte a las decisiones futuras.»

En su salto de los versos a la prosa, la autora de Baluarte, consciente de lo práctico que es un internauta en las redes sociales, supo conservar un ingrediente poderoso, irresistible, mágico, seductor, infalible, atrapante, flamígero —y también preciso, como un balazo en la cabeza—: ¡las frases!
Cuando una persona coge un teléfono celular, no tiene tiempo para leer textos largos. Por ello, el medio más eficaz para que un libro se venda es, primero, vender sus frases. Así, la novela de Elvira está llena de sentencias, pero sus sentencias, al igual que su poesía, han sido esculpidas fonema por fonema hasta alcanzar la perfección de una joya que brilla en un muro de Facebook.
Sea como fuere, la literatura de la señorita Sastre va más allá de un truco, pues ella es una escritora con un talento genuino.

La autora de Baluarte ha sido convocada para participar en el ciclo de Poesía en tu sofá, una propuesta donde varios artistas se suman para leer poemas en cuarentena.
¿Acaso esta no es una reseña sobre un libro de narrativa? ¡Sí y no! Formalmente podemos decir que se trata de la novela Días sin ti (Premio Biblioteca Breve Seix Barral 2019); que, a través de una suerte de vasos comunicantes, nos narra una historia doble, trenzada: los romances de Dora y Gabriel (abuela y nieto, respectivamente); que el tiempo narrativo oscila entre la época de la República y el actual; sin embargo, estamos ante un texto anfibio, el cual no corre la suerte de un monstruo que sufre su forma entre humano y bestia, sino que, más bien, me exige escribir aquí la palabra ángel, cuyo género —curiosamente— no está definido.
Después de estas reflexiones, diremos que leer Días sin ti es disfrutar de la prosa poética de Elvira. En un principio, me pareció que los diálogos eran un tanto afectados, pero lo que debemos entender es que la historia viene de la pluma de una poeta. Por otro lado, la trama tiene bases históricas. Elvira cuenta en las últimas páginas del libro que se ha documentado muy bien y ha recibido asistencia. Esto, finalmente, me ha hecho entender que dicha información ha sido como las rocas, el peso que se le ha puesto al libro para que no flotara con el lirismo de la joven española.
Asimismo, resalto las metáforas que usa, la hermosa circularidad que le da al relato, el cual —primero— nos sobresalta con la tragedia de las primeras páginas, pero luego nos reconforta, nos calma, nos retribuye habernos llevado por las tinieblas, los laberintos y las oscuridades de sus personajes.
Además de ese contexto histórico filtrado con cuidado, el libro tiene una propuesta clara, una posición sobre el amor. Sastre escribe sobre el dolor y, aunque —tratando de mantenerse al margen— se esconda detrás del torso masculino de Gael, o entre las arrugas de la ternísima Dora, es imposible que alguien nos haga sentir ese minúsculo temblor del alma sin haberlo sentido primero. Con esto quiero decir lo siguiente:
¡Gael y Dora son las máscaras de Elvira!

A sus 28 años, Elvira ya goza de la popularidad y el cariño de miles de seguidores, quienes aplauden la lectura de sus versos en las redes sociales.

Uno es el escultor, el perfeccionista, el artista que tiene una excesiva preocupación por la forma, igual que su creadora con las frases que escribe; la otra, Dora, es también la joven poeta, pues representa a la mujer que, a mi parecer, conoció los dos lados del amor, en los cuales se hace hincapié a lo largo de los capítulos.
Perdóname, Elvira, si he dado en la cabeza del clavo. Y si no es así, también perdona mi osadía.
De todas formas, estos dos rostros de Elvira han encajado a la perfección en su novela y han alcanzado el éxito en ventas. ¿Podrá la artista, buscando en lo más profundo de su pecho, llenar más libros de frases y reflexiones? Esperemos que sí.
En tanto, solo nos queda contemplar cómo la autora, mientras contempla Madrid y se estremece, nos sigue haciendo llegar su canto desde Europa, esa música que se va filtrando por las redes y que, sin lugar a dudas, nos va seguir contando historias.

De todas formas, estos dos rostros de Elvira han encajado a la perfección en su novela y han alcanzado el éxito en ventas.

Miércoles 17 de junio de 2020

lunes, 8 de junio de 2020

«¡No te olvides de mi libro!»


Por: Ernesto Facho Rojas



Ya era momento de iniciar con la presentación de mi novela, pero los músicos seguían tocando. Miré mi reloj, mientras vi que —también con retraso— llegaban los presentadores.  El Poeta estaba por allí; conversaba con unos muchachos y le regalaba sus propios libros firmados a otro vate menudo que estaba de visita. Sin embargo, su expresión era de pocos amigos. Estaba más serio que de costumbre y se le notaba algo nervioso.
Me anunciaron y caminé hacia la mesa de honor junto con los comentaristas. Las luces nos daban en la cara y eso era algo fastidioso, pero no tanto como el rostro del Poeta que seguía hundiendo en su pecho algún sentimiento oscuro, ese mismo que se reflejaba en su semblante.
Me alcanzaron el micrófono y, cuando empecé a saludar al auditorio, súbitamente el Poeta, dando veloces y grandes pasos, decidió abandonar la sala. Eso sí me sorprendió, incluso me distrajo.
Mientras intentaba construir mi discurso con algún saludo trillado para salvar el momento, recordaba que, cuando él presentaba una muestra de sus versos, yo había sido uno de los amigos más entusiastas.
Una mañana, aquel bardo se había aparecido en la puerta de mi trabajo. Era el año 2016 y ya se había hecho de otro título. «¡Felicitaciones, estimado!» recuerdo haberle dicho, mientras lo abrazaba y le daba golpecitos afectuosos y viriles en la espalda.
—Quiero que me hagas una reseña, Alberto —me propuso el artista.
— ¿Una reseña? ¿Yo? —pregunté con asombro.
—Sí. La quiero para la próxima semana, porque quiero publicarla en La Industria.
—Pero, Poeta… —dije, mientras recordaba cómo él se había negado a escribir algo para mi primer libro—. Mira, estoy ocupado. Este colegio religioso me quita mucho tiempo.
—Hermano, cuando puedas… Tómate tu tiempo. Ya, ve cuando te haces un espacio.  
Con el libro entre las manos y la propuesta allí, decidí no hacerme para atrás y apoyarlo. En ese momento me despedí, pues estaba en el receso y casi ya no me quedaba mucho tiempo para volver a clases.
—¡Oye, hermano, todavía no te vayas! Espera… ¿Estás apurado? —me dijo con cierta ironía. Seguro pensaba que mi prisa era un rasgo de soberbia.
—¿Qué pasó? Tengo que irme, Poeta.
De un bolso que no sé de dónde apareció, mi compañero extrajo una cámara fotográfica y, con más autoridad que cortesía, me dijo:
—Ponte allí para tomarte una foto con mi libro.
—¿Dónde?
—Más atrás. Así… Así… Cógelo así, que se vea la portada… Pero sonríe, pues… Ya…  A ver, otra… Ya… Listo. Hermano, te pasaste. Ya no te quito más tu tiempo —dijo ante de retirarse y estrechar mi mano con energía.
Ya estaba por terminar la presentación de la novela, cuando apareció una vez más el Poeta. Estaba con el cabello mojado, se le notaba más tranquilo, pero aún conservaba una pizca de enojo en su expresión.
Mientras me dirigía a la mesa de honor recordé que, remarcando bien las palabras, me había dicho: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro». «No te preocupes —le dije—. De todas maneras te voy a dar uno».
La maestra de ceremonias nos agradeció por participar en el evento y, junto con los presentadores, oyendo el sonido de los aplausos, nos dirigimos a la parte trasera del auditorio.
En ese momento, se me acercó una señora con un pequeño: era un exalumno mío, quien había visto la publicidad y me pedía que le venda la novela. A unos metros, el Poeta vigilaba con recelo la mesa donde estaban expuestos los ejemplares. Luego se acercó un amigo… y otro… y otro amigo a pedir que les vendiera mi obra. Algunos me solicitaban dedicatorias que ellos mismos ya habían escrito con anticipación.
Más adelante, con la cabeza gacha a razón de que firmaba un ejemplar, sentí una mano posarse en mi espalda y una voz dueña de un tono entre confidencial y exigente: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro». «No, amigo. No, no te preocupes», le contesté más sorprendido aun con dicha urgencia.
—Alberto —se me acercó Julio—, necesito que nos des unas palabras para el evento.
—Sí, termino de vender aquí y te juro que voy —le respondí agradecido a mi anfitrión.
—Ya, listo, gracias.
Una vez más, mientras despachaba a mi último cliente, el Poeta se me acercó y repitió, dándole más énfasis que antes a las mismas palabras: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro».
Un tanto disgustado por su insistencia, avancé hacia el salón donde me estaban esperando con la cámara encendida. Con gran sorpresa, el Poeta me vio pasar delante de él, con un extraño gesto que era parecido al de la desolación. Cuando vi su tristeza, le dije: «Espera un momentito. Ya vuelvo».
Di las palabras con gran fluidez, hicimos una sola toma y quedó. Sin embargo, desde allí, en medio de esas paredes cubiertas con cuadros coloridos y absurdos, aquella noche en que la alegría de haber presentado una obra de narrativa se estaba echando a perder, no quise volver a sentir la energía pesada de mi amigo, el hacedor de versos. Por ello, cuando vi que mi padre hizo su aparición, le pedí que por favor le entregara uno de los libros que estaba en mi maleta. Además, afuera me abordaron dos buenos amigos que también me pidieron un ejemplar, por los cuales ellos sí pagaron.
—Dice que quiere que se lo firmes —dijo mi papá cuando lo vi volver con el libro entre las manos. No sé por qué, pero le faltaba la primera hoja en blanco a la novela. Había sido arrancada.
Con ganas de que el ilustre rapsoda se fuera contento, le dediqué el libro, encargué mi maletín y yo mismo fui a entregárselo. Después de todo, me apenaba verlo esa noche allí con el ceño fruncido, la expresión dura, tal vez con el orgullo herido, aunque me negaba a pensar en esto último. Sin embargo, la situación parecía evidente.
Me acerqué, puse el libro en sus manos y creo que le di un abrazo y le hablé lo más amable y afectuoso que pude, sin máscaras ni artificios. Yo era sincero. Pronto vi que mi sonrisa tuvo un reflejo en su rostro; había cambiado su semblante. Intercambiamos unas palabras y me excusé —sin mentirle— diciéndole que estaba ocupado firmando y vendiendo libros. Al fin y al cabo, yo había asistido a dicha ceremonia para vender la obra, lo cual era una prioridad frente a la buena voluntad mía de poner paños fríos en los ánimos del artista.  
Me agradeció por haberlo mencionado, nos despedimos afectuosamente y, ya habiendo cumplido con dicho evento, fui detrás de mi familia y buscamos un taxi.
En el camino, me iba pensando: «Pedirle una reseña hubiera sido absurdo. Mejor así. Ni loco».



11: 30 p.m. 8 de junio de 2020




viernes, 5 de junio de 2020

“Nacer mujer es el mayor castigo”


Reseña de “La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca

Por: Ernesto Facho Rojas

Portada de “La casa de Bernarda Alba” (1945) de Federico García Lorca

El primer contacto que tuve con Lorca fue a través de su poesía. Un delgado Ram Ruiz Molina, docente preuniversitario de gran valía en la región, empezaba a recitar el famosísimo poema La casada infiel en sus divertidas clases de literatura. Esos mismos autores, los cuales tenían voz a través de aquel entrañable maestro, eran rastreados por mi persona, en las visitas vespertinas que solía hacer a la Biblioteca Eufemio Lora y Lora.
Así tropecé con títulos como Romancero Gitano, Bodas de Sangre, Un poeta en Nueva York (un poemario que me transmite la impecable fuerza de la poesía surrealista, para la cual muchos lectores faltos de sensibilidad no están listos) y con La casa de Bernarda Alba, texto que es motivo del presente artículo.
Lo he releído hace poco de un tirón (la obra es breve) y no me he detenido en los supuestos simbolismos que encubre esta obra, con el fin de disfrutarla con la fluidez y la emoción propias de sus páginas.
Fotografía de Federico García Lorca, poeta, dramaturgo y prosista español nacido un 5 de junio de 1898

Este es un drama costumbrista que, al igual que en Bodas de Sangre, cada personaje cumple el rol de encarnar un estereotipo de la sociedad. Por ejemplo: Bernarda representa al ser opresor («Aquí se hace lo que yo mando»), aquel tirano que busca imponer su voluntad dentro y fuera de su casa. Ella es una mujer que acaba de enviudar y exige a sus cinco hijas (Angustias, Magdalena, Amelia, Martirio y Adela) que guarden luto 8 años por  la desaparición de su marido. Sin embargo, cada vez que existe dictadura, hay alguien que encarna la rebeldía; ese personaje es Adela, hija menor de Bernarda.
¿Rebeldía ante qué? Ante el machismo que se trasluce en los juicios que hacen las mujeres respecto a lo sumisas que son frente al libertinaje de los varones, casi un derecho atribuido al sexo masculino. Bernarda dice: «Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón»; Poncia, su sirvienta, dirá más adelante: «Hace años vino otra de esas [vedettes] y yo misma le di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan esas cosas». En ese mismo diálogo, Amelia sentencia con la frase más poderosa de todo el libro: «Ser mujer es el mayor castigo».
Los personajes son mujeres sumisas, pero en algunas ocasiones hablan con un rencor contenido en la lengua. Adela, que es joven y guapa y no como sus hermanas a quienes acusa de ya estar marchitas, se siente poderosamente atraída por quien será el catalizador de todos los conflictos en la historia: el impopular Pepe el Romano.  
Algo que me parece atractivo en cualquier historia es la ausencia del héroe perfecto, puesto que este es un ideal que, materializado en una obra literaria, le resta credibilidad. Cuando pensaba que la villana es la veterana opresora y machista, notamos que Adela también tiene rasgos (defectos) que la tornan humana: es lasciva y traidora, pues corresponde a Pepe (comprometido por interés económico con la mayor de las hermanas: Angustias) a través de ciertas fugas que realizan ellos. Y es que El Romano, después de atender las carencias amorosas de Angustias, acto seguido visitaba a la menor en la misma casa: Adela. Es por ello que la joven sediciosa irrumpe con las siguientes líneas, cuyo calor me parece que sigue quemando en el papel usado para las páginas de este libro:

«Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiere que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre extraño.»

"La casa de Bernarda Alba" es una de las tres obras de teatro más importantes del autor

Aquí Lorca retorna al fuego de ese amor que se esconde en la sombra de lo furtivo, ese amor imposible, inalcanzable y más puro aun, como una estrella que se contempla virgen a través de un cristal. Ese es uno de los temas que el dramaturgo granadino abrasa con gran pasión, urgencia y desesperación, —pienso— tal vez como una proyección de su vida misma. Quienes hemos buscado un poco en la vida del autor de Yerma, sabemos que fue fusilado por Franco, ya que este dictador (una Bernarda de la vida real) era declaradamente un político homofóbico auténtico. Con esto último no me refiero a la posición que no avala esa unión de dos personas del mismo sexo, las cuales privarán a un niño de su derecho a disfrutar de un hogar con padre y madre, no; Franco era un monstruo que acabó con la vida de muchas personas, solo porque se trataba de homosexuales.
En tal sentido, podríamos decir que Federico, a través de La casa de Bernarda Alba, fue un vidente de su propio destino, pues fatalmente alcanzó una suerte parecida a la de su personaje Adela.
Hay un poema suyo que reza «Verde que te quiero verde/ verde viento, verdes ramas». Los libros de literatura —y los maestros de literatura— dicen que en la simbología lorquiana dicho color representa la rebeldía. Es un hecho, entonces, que Lorca era un insurrecto, pues a su personaje Adela se le puede apreciar en la obra probándose un vestido de ese color: «Yo no quiero estar encerrada […] ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!»

Adela, de una versión en ópera de “La casa de Bernarda Alba”

Aquí nos detenemos a reflexionar sobre la frase de su personaje Amelia. ¿Acaso con decir «Ser mujer es el mayor castigo», quiso proyectar la impotencia de sentirse homosexual? ¿De allí viene esa exquisita sensibilidad que lo emparenta y lo torna tan compasivo con el sexo débil? Y si es así, ¿de dónde sacó Lorca esa masculinidad, ese garbo y acento varonil para retratar, en un sensual romance, la hazaña de poseer clandestinamente a una mujer? No lo sabremos nunca.
Federico García Lorca nació un 5 de junio como hoy en 1898. Lo debe estar celebrando arriba, y es posible que tenga puesto un hermoso traje verde.

La estatua de Federico García Lorca, situada en la parte baja de la Plaza de Santa Ana en Madrid




Chiclayo, junio de 2020