martes, 25 de agosto de 2020

“Ceremonias” de Julio Cortázar: Tres cuentos

Por: Ernesto Facho Rojas

Una figura de Julio Cortázar, dentro de un café en Argentina que le rinde homenaje al escritor 

Cortázar es de otro planeta. De un mundo donde la literatura necesariamente es juego enmarañado y complicidad. Cuando empecé a leerlo yo tenía un poco más de veinte años y, cada vez que acudía a él, como escogiendo una carta del tarot, tomaba uno de sus libros, escogía una página y de esa línea donde apuntaba el índice, aparecía un ritmo de jazz que sumergía mi alma en un encantador y misterioso goce estético, el cual siento que ha tenido un eco en mi obra. Y tal vez nadie haya percibido ese hilo invisible que hace brillar las luces cuando escribo, pero no importa.

Por otro lado, podemos decir que no todos tienen las puertas abiertas a ese mundo extraño de Cortázar. Y que los poetas guardan celosamente las llaves de ese lugar en un rincón de su pecho. No sé. ¿Qué puedo decir que no se haya dicho antes de este genio que parece que canta sus historias cuando las escribe?

Hace poco, arrastrado por el ímpetu que nos dejan sus páginas y el recuerdo de sus lecturas, he pedido por internet la edición conmemorativa de Rayuela que ha publicado la RAE. Lo he visto en vídeos por YouTube y me ha parecido hermoso, como una joya que duerme en lo profundo de un océano. Tiene las tapas duras de color negro y el lomo rojo. Cuando llegue, empezaré a leer otra vez ese clásico, cuya resonancia aún sigue viva en mi espíritu, como una llama que ha de arder hasta el final.

Portada del "Ceremonias" que guardo en mi biblioteca

Y mientras llega, he buscado en mi biblioteca otro libro suyo: uno de cuentos. Se trata de Ceremonias, título conjunto de dos famosas colecciones de relatos, Final del juego y Las armas secretas. De todo ese manojo de historias, he seleccionado tres cuentos para comentar a continuación.

1.                   La puerta condenada:

Petrone es un hombre que llega al hotel Cervantes, lugar que ha sido recomendado por un amigo suyo. Allí, en medio de ese lugar «sombrío, casi tranquilo, desierto», se encuentra con una atmósfera rara, pero agradable para él que ha visitado ese lugar solo por negocios. Cuando va a su habitación, se encuentra con que tiene a una misteriosa vecina al lado de su cuarto. La habitación de la mujer y el suyo están conectados por una «puerta condenada», cerrada con un mueble, la cual ya no se ha vuelto a abrir. De noche, cuando intenta dormir, percibe el llanto de un niño, cuyos ruidos empiezan a tornarse cada vez más extraño. Petrone, frente a la negativa del gerente respecto a la existencia del niño, empieza a dudar si realmente ese niño existe.

Esta historia tiene cierto matiz oscuro, de suspenso, el cual me hizo recordar algunos cuentos de Edgar Allan Poe. Además, tratándose de la puerta, es posible que haya tenido que ver también la influencia de la historia de Barba Azul.

Este es un fragmento de La puerta condenada:

«Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia.»

2.                 La noche boca arriba

Una particularidad de los cuentos, así como de las novelas de Cortázar, es que detienen el tiempo. Cortázar sujeta las agujas del reloj para narrar los pensamientos, las emociones y, como en este cuento, un olor, el olor de la guerra.

En esta historia hay un motociclista que sufre un accidente y, adolorido y con fiebre, siente que alterna entre dos realidades absolutamente opuestas: la habitación cómoda de un hospital y un extraño ritual de sacrificio azteca. La prosa resulta exquisita, pues avanza como un colchón de hojas sueltas, cuya savia es la misma poesía y la música del argentino. El final es, además, aterrador y sorprendente, ya que la voz del narrador nos estuvo engañando a lo largo de todo el cuento:

«Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.»

3.                 Las armas secretas

En este cuento Cortázar explora la libido metafísica y visionaria a través de Pierre, quien es un hombre consumido por la urgencia del sexo. Y, pese a que esa prisa del hambre carnal es como un fuego que se anuncia en toda la historia, Cortázar no es obsceno en ningún momento, sino que su personaje procede con un apetito desesperado que el autor de Rayuela sabe camuflar y tornar estético, poético y metafísico (Pierre tiene una especie de videncia). Aquí Cortázar, apelando a su filosofía del lector macho, no se molestar en especificar el final del cuento, sino que deja al lector deducir qué es lo que sucederá y cómo terminará el protagonista.

Esta es una muestra de la prosa apasionada que subyuga a este magistral texto:

«Ahora voy a pensar en ti, querida, solamente en ti toda la noche. Voy a pensar solamente en ti, es la única manera de sentirme a mí mismo, tenerte en el centro de mí mismo como un árbol, desprenderme poco a poco del tronco que me sostiene y me guía, flotar a tu alrededor cautelosamente, tanteando el aire con cada hoja (verdes, verdes, yo mismo y tú misma, tronco de savia y hojas verdes: verdes, verdes), sin alejarme de ti, sin dejar que lo otro penetre entre tú y yo, me distraiga de ti, me prive por un solo segundo de saber que esta noche está girando hacia el amanecer y que allá del otro lado, donde vives y estás durmiendo, será otra vez de noche cuando lleguemos juntos y entremos a tu casa, subamos los peldaños del porche, encendamos las luces, acariciemos a tu perro, bebamos café, nos miremos tanto antes de que yo te abrace (tenerte en el centro de mí mismo como un árbol) y te lleve hasta la escalera (pero no hay ninguna bola de vidrio) y empecemos a subir, subir, la puerta está cerrada, pero tengo la llave en el bolsillo...»

Mario Vargas Llosa dijo una vez que el verdadero legado de Julio Cortázar no son sus novelas, sino sus cuentos. Habiendo leído Rayuela, me imagino que Nobel se refería a la novela como algo con una estructura definida, ordenada y no caóticamente poética como en Cortázar.

Pienso, sin embargo, que el origen, el punto de partida de Cortázar no se encuentra en la narrativa, sino en la música de su poesía, en la profundidad y color de sus metáforas.

Por eso digo que el mundo de Cortázar tiene el acceso libre para los poetas.

Es posible que el Nobel, con su estilo periodístico y realista, sea un poco insensible a esta lógica de cronopios.

 

Hoy 26 de agosto de 2020, se cumplen 106 años del nacimiento de Julio Cortázar


 

Miércoles 26 de agosto de 2020

1:48 a.m.


domingo, 23 de agosto de 2020

“Medio siglo con Borges” es muy modesto altar para el gigante argentino

 

Por: Ernesto Facho Rojas

Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.

Jorge Luis Borges

 

Portada del libro "Medio siglo con Borges" (Alfaguara 2020)
Portada de "Medio siglo con Borges" (Alfaguara 2020)

La mano envejecida que empuñaba el rígido bastón de laca; la que sostenía con ternura el delgado brazo de María Kodama; la que escribió los laberintos, las cosmogonías y la sangre luminosa del minotauro vencido por Jasón, tiende su sombra de gigante sobre las páginas del último libro de Mario Vargas Llosa titulado Medio siglo con Borges. Cuando lo tuve entre mis manos, después de una casi agónica espera (el anuncio mencionó que llegaría «en un día», pero en realidad llegó «en un día lejano») lo devoré con gran avidez y, a continuación, comentaremos qué clase de ropajes nos ha confeccionado el sastre Vargas Llosa para exaltar la figura del autor de El Aleph.

Son varios los temas que trata Mario en esta breve publicación, la cual consiste en, más que un libro en sí, una colección inorgánica de artículos, entrevistas, conferencias y notas periodísticas sobre este vidente ciego de la literatura fantástica y erudita.

Este último título de Vargas Llosa empieza con algo que ningún seguidor suyo esperaría: un poema del novelista denominado Borges o la casa de los juguetes: «De la equivocación ultraísta/ de su juventud/, pasó  a poeta criollista,/ porteño, cursi, patriotero/ y sentimental./ Documentando infamias ajenas/ para una revista de señoras,/ se volvió un clásico/ (genial e inmortal). »

El más reciente libro de Mario Vargas Llosa exalta y comenta la obra erudita de Borges

Posteriormente el narrador nos muestra sus escritos guardados a lo largo de cincuenta años: las entrevistas a Borges. Uno de los temas más importantes, —aparte de la irracional insistencia de consultar sobre la modestia de su casa, hacer hincapié en la famosísima gotera del techo cayendo eternamente sobre una palangana—, es el tema de la literatura, donde el argentino cuestiona la utilidad de una novela respecto al relleno que considera llevan necesariamente estos libros. Allí el arequipeño cita una frase del bonaerense, la cual no aniquila ningún misterio ni constituye una hermosa revelación. ¿Alguien acaso la está leyendo por primera vez?

«Desvarío empobrecedor el de querer escribir novelas, el de querer explayar en quinientas páginas algo que se puede formular en una sola frase».

Más adelante se nos revela esa figura de Borges ya muy conocida: el anciano juguetón, risueño, vanidoso, erudito, ese que no tiene ningún problema en expresar: «Idolatrar un adefesio porque es autóctono», ya que no se trataba de un intelectual cuya imaginación no podía circunscribirse solo a su Argentina. Borges se consideraba, más bien, un ciudadano del mundo. Así, Vargas Llosa anota en uno de sus escritos:

Borges, Vargas Llosa y Alicia Jurado en 1985
(Imagen tomada de la página "La piedra de Sísifo")

«Borges no era un escritor prisionero por los barrotes de la tradición nacional, como puede serlo a menudo el escritor europeo, y eso facilitaba sus desplazamientos por el espacio cultural, en el que se movía con desenvoltura gracias a las muchas lenguas que dominaba.»

Este libro  no constituye un estudio a los que nos tiene acostumbrados el autor de La ciudad y los perros (véase La Orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary), pues considero que no profundiza con sus acostumbrados asedios literarios algún texto específico del ilustre argentino, sino que más bien lo revisa de una manera general (no por eso superficial) más apropiado para un periódico, una revista, pero no para consolidar un libro.

Este manojo de páginas, más bien resuena con la monotonía hierática de un campanario añejo, donde unos ecos fantasmales se levantan para repetir, —en un «din don» que se asemeja, por momentos, a un deja vu de lector,— frases de Borges que pareciera que el mismo Vargas Llosa toma de un artículo para completar otro. He allí el lado frágil de esta publicación de Alfaguara.

Sin embargo, resalto que el texto más bien nos sirve para obtener, de la mano y la ciencia experta de Mario, unas muy lúcidas definiciones sobre la importancia de la obra de Borges en el contexto de la literatura latinoamericana y universal.

Vargas Llosa anota con cierto asombro y admiración culposa, frente al cosmos creativo y literario del otrora representante del movimiento ultraísta, lo siguiente:

«…uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente»

Estatuta de Borges hecha de yeso, frente a la Biblioteca Nacional de Argentina, inaugurada por el 27° aniversario de su muerte

No obstante, no todo en Borges termina siendo absolutamente erudito y algebraico, puesto que siendo un hombre también está compuesto por un corazón. Uno de mis textos favoritos del libro es el que cierra este conglomerado de escritos en torno al genio de Ficciones e Historia universal de la infamia. Me refiero a El viaje en globo, un apartado lleno de ternura, pasión y un amor que, siendo Borges quien es, también termina salpicado del humor y una erudición enciclopédica. Nos cuenta Mario lo gracioso y anecdótico en Borges de tomar un puñado de arena, arrojarlo y decir al tiempo: «Estoy modificando el Sahara». O cómo no mencionar esa emoción a oscuras, esa videncia metafísica de su espíritu con la que solo pudo disfrutar el viaje junto a María Kodama, cuando atravesó diversos lugares desde las alturas sin que lo pudieran advertir sus ojos físicos. Aquí me imagino a Borges rezando estos muy dolorosos versos mientras el viento de la madrugada golpeaba las solapas de su traje y los surcos de su rostro:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

Si es cierto que el genio, la luz reveladora, las paradojas, el lenguaje erudito de Borges (ese que resuena en los escondrijos de aquella vasta biblioteca que es siempre su universo) fulminó el espíritu de nuestro Nobel y lo hizo temblar de emoción, aun siendo el cuentista un autor que iba a contracorriente con las convicciones literarias que el peruano heredó de Sartre; si todo ello es verdad, estoy convencido de que le tocaba al marqués de Vargas Llosa escribir, sílaba por sílaba, verbo por verbo, un estudio mucho más minucioso y digno del manto literario que ostenta la memoria y el legado de Borges.

En Ginebra, una ciudad suiza, hay una calle que lleva el nombre del genio argentino


Se me ocurre una imagen graciosa del escritor de «El arquitecto de la narrativa urbana», vestido con los trajes de un guerrero, negándose a penetrar en los muros sempiternos de aquel dédalo donde, ciertamente, lo esperaría una criatura parecida al monstruo Asterión, como un signo difícil de interpretar dentro de una mítica realidad borgiana.

Es posible que Vargas Llosa —el estudioso, el crítico— no haya querido, a fondo, ingresar allí.

 


Sábado 22 de agosto de 2020

11:04 p.m.

domingo, 9 de agosto de 2020

Blanca Varela o la reina de los valses negros


Por: Ernesto Facho Rojas

…buscábamos la salida no hacia afuera, sino hacia adentro

De: Prólogo a Canto Villano

Octavio Paz

 

Aún recuerdo con nitidez aquella noche del 12 de marzo de 2009, cuando Rosa María Palacios anunciaba en su programa que Blanca Varela había fallecido. En esa ocasión leyó los versos de Currículum Vitae y esa poderosa esencia, ese sonido no era ni bello ni musical, como pensaba en ese entonces que debían ser los mejores poemas.

Pronto me puse a investigar sobre ella y descubrí el cosmos estremecedor de una pluma que ciertamente no era amiga de lo sonoro, pero sí de una pasión inagotable por expresar lo doloroso del ser humano. Y, si bien es cierto, hay algunos poemas donde deja entrever el aspecto de la corporeidad femenina, la maternidad, los mejores poemas me han parecido aquellos en donde la poeta no se hunde en el innecesario y absurdo egoísmo del género pues, en vez de aislarse y proclamar a viva voz «Mírame que soy mujer y escribo poesía», la contundencia de su arte ha ido incluso más allá de cualquier identificación con su sexo. Es decir, Blanca Varela escribía sencillamente con una voz oscura y doliente, con ese puñado de raíces que ascienden entre sus páginas y no se detienen a mirarse en los espejos frívolos.

En sus biografías cuentan que estudió en San Marcos; era una estudiante regular y tuvo la suerte de conocer a Sebastián Salazar Bondy, quien le había recomendado que leyera a César Moro y a Martín Adán. Ella misma dijo que las lecturas de esos dos poetas le abrieron los ojos. Más tarde conocería a José María Arguedas y tendría una participación activa en las reuniones literarias de aquel entonces, en los años cincuenta.

También se nos ha narrado que ya cuando tuvo 23 años, con gran determinación y valentía, abandonó su barrio de Santa Beatriz para marcharse a Francia pues, al igual que Vallejo, quería cumplir el sueño europeo. La artista partió con su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo.

Allá pudieron trabar amistad con escritores universales como el cronopio mayor Julio Cortázar, André Bretón, César Moro, Simone de Beauvoir y, principalmente, con Octavio Paz, quien se convirtió, hasta la muerte del Nobel mexicano, en uno de los más fieles amigos de Blanca, pues él la motivó a publicar su primer libro Ese puerto existe, en honor a Puerto Supe.

Está mi infancia en esta costa,

bajo el cielo tan alto,

cielo como ninguno, cielo, sombra veloz,

nubes de espanto, oscuro torbellino de alas,

azules casas en el horizonte.

Junto a la gran morada sin ventanas,

junto a las vacas ciegas,

junto al turbio licor y al pájaro carnívoro.

¡Oh, mar de todos los días,

mar montaña,

boca lluviosa de la costa fría!

Estas experiencias hicieron que Blanca Varela y su poesía pasaran por una transformación relacionada con, principalmente, dos poderosas influencias: El Movimiento Surrealista de aquellos círculos franceses, el cual era como una fuerza ineludible en aquellos tiempos. Ellos creían mucho en la casualidad y amaban el jazz, pues en la improvisación había mucho de lo que se elige al azar y, a la vez, por una fuerza superior que trascendía a la razón y la superaba. 

Sin embargo, por el otro lado está la influencia de sus lecturas Existencialistas, con las cuales Varela, poeta que no se inclina sobre el pedestal de un solo autor, recoge esas dos corrientes y las incorpora en sus versos, en su poesía que iba abandonando las antiguas formas de su pluma y se iba llenando de una reflexión sobre sí misma, la cual dio frutos muy originales a su escritura.

Estos cambios que refiero se pueden evidenciar en su poemario Luz de día:

Cruza la araña

de sueño a sueño,

invisible puente

del día a la rama.

Torpeza de la mosca,

cristal sin alma.

El abejorro bebe,

la flor sangra.

El jardín es la muerte

tras la ventana.

Sin embargo, sabemos ya que esa especie de destrucción interna, un desorden de los sentidos a causa de un terremoto interno es lo que mueve al artista a crear, y no precisamente estar cómodo, con el corazón en calma y en armonía con el cosmos. Y como si la misma Poesía le hubiera exigido un poco más de ese néctar negro que, tal vez, llevan las poetisas en los senos, como si acaso celosa de permanecer oculta en algún lugar de su creadora, la artista, Blanca Varela sufrió el golpe más fuerte de toda su vida: el 29 de febrero de 1996 muere en un accidente aéreo Lorenzo, el hijo de la Blanca.

Su arte se vuelve para alimentarse de las flores negras, las cuales se yerguen en medio del dolor, del fuego azul de las heridas. La poeta tiene su primer ataque de trombosis y empieza a apagarse. Aquí es inevitable hacer el vínculo con la argentina Pizarnik y, de ello, podemos llegar tal vez al corolario de que este arte de las palabras carga su combustible en las estancias del duelo y las sombras. Y mientras más se descompone o se pudre una poeta, con más vigor renacerá su poesía, como si fuera un monstruo que absorbe la vitalidad de los artistas.

Así llega su poemario  Como Dios en medio de la nada y El falso teclado. De este último libro he rescatado esta joya para ustedes: 

El falso teclado

toca toca

todavía tus dedos se mueven bien

el dedo de la nieve y el de la miel

hacen lo suyo

nada suena mejor que el silencio

nuestro desvelo es nuestro bosque

aguza el oído como una hoz

a trillar lo invisible se ha dicho

para eso estamos

para morir

sobre la mesa silenciosa

que suena

Respecto a la desgracia de la artista, Fernando de Szyszlo dijo: «La muerte de nuestro hijo Lorenzo para Blanca fue terrible, fue una doble bendición […] porque le impulsó a hacer su mejor poesía, y sin embargo la mató al mismo tiempo. Ella sobrevivió penosamente la muerte de Lorenzo.»

Una poesía como de la de Blanca Varela, necesariamente, es producto no solo de la desolación de aquel personaje, sino también de una rutina de estudio, una lecturas eruditas y un ejercicio (material) de la escritura que no se restringe a contar versos uno por uno, no.

Su temperamento poético y su genio rarísimo no hubieran podido limitarse a ello jamás. Y es que la autora de Concierto animal también fue una entusiasta escritora de artículos donde hacía crítica de cine y comentaba libros para revistas como El Dominical de La Prensa, las revistas Las Moradas y Amaru, esta última de Emilio Adolfo Westphalen, otro gran poeta surrealista del cual tuvo una importante influencia.

Hoy, 10 de agosto, hubiera cumplido 94 años. Pero la muerte nos la arrebató y ya no ha vuelto a resonar, entre ninguna mujer que respire este aire pandémico de Perú, otra voz así de dolorosa, así de oscura y estremecedora.

Cuánta falta hace —aunque sea— la mitad, la cuarta, la octava parte de una poeta como Varela.


Lunes 10 de agosto de 2020

1: 25 a.m.