domingo, 14 de noviembre de 2021

BURROS Y CORRUPTOS | Por: Ernesto Facho Rojas

 

A propósito del examen de nombramiento filtrado 


Como tengo la costumbre de madrugar, esa mañana llegué a las siete a la Universidad de Chiclayo. Iba a dar el examen de maestros.

Había encontrado una larga cola de docentes, la cual se curvaba como una serpiente silenciosa que avanzaba hacia la puerta. Nos pidieron el DNI y, cuando entré al salón, me dijeron que faltaban dos horas más para que empezara la prueba, así que acomodé mis brazos sobre el tablero y me acosté mientras pasaba el tiempo. Por un momento, parecía que parte de la evaluación consistía en saber quiénes tenían más paciencia y resistencia para esperar hasta las nueve el cuadernillo de preguntas.

Hasta que un evento producto de la coincidencia interrumpió aquella duermevela. Había escuchado una voz familiar identificándose frente a la señorita que le pedía su nombre y que pusiera el dedo sobre el papel para dejar su huella. Era Manuel Martínez, el Coordi de Comunicación, un compañero de trabajo. Cuando alcé la mirada me encontré con la suya y, de no haber sido por él, esas dos horas no habrían parecido diez minutos, sino dos vidas esperando el examen. 

Alrededor de la nueve, los responsables de la evaluación empezaron a cruzar miradas cómplices. Luego apareció, frente a nosotros, la mujer leyendo unas indicaciones y empezamos.

Tomé el lápiz que estuvo esperándome quieto sobre el tablero de la carpeta y subrayé los textos para aprovechar mejor la lectura. Había ido con la agresividad de quien se prepara para los combates más duros, para los enemigos más fuertes. Y cuando me aproximé a las preguntas, cuando noté que esos textos largos desembocaban en cuestiones como: «¿Qué pregunta haría usted si quisiera que el estudiante haga una deducción implícita?», noté que se trataba de un examen muy elemental, tal vez el más sencillo que hube dado en mi vida.

Estaba embravecido. Respondía las preguntas con la vehemencia de un loco que va cortando cabezas en medio de una guerra y con sed de sangre, hasta que llegaron las once de la mañana. A esa hora, empecé a sentir mareos. ¿La razón? Había desayunado a las seis y el hambre se estaba apoderando de mí, buscando agotar un poco más de mis reservas. Miré el reloj y me faltaban dos horas. Iba a la mitad del examen. ¿Lo lograría?

Sí, ya había dicho que las preguntas estuvieron sencillas, pero eran noventa y los textos —por más preguntas tontas que hubiera al final— había que leerlos en su totalidad. Así, ya me estaba acercando a la meta, pisando fuerte, tomando aire, sintiendo que en realidad aquel examen era una prueba de resistencia, puesto que hube de estar sentado casi seis horas y media.

Todo eso pasé. Todo eso también algunos otros maestros, donde podemos mencionar también a los que pagaron cursos, los que llegaron sin desayunar, los que —tal vez— tenían fe en ese nombramiento que significaba una luz al final del túnel en medio de esta pandemia dolorosa, donde todo es incertidumbre y amenaza, esperanza o muerte.


Al llegar a casa, después de haber almorzado solo en un restaurante que me gusta del centro de Chiclayo (no les voy a decir que es el Café España porque no hago publicidad gratis), me puse a descansar y llegó un mensaje a mi celular. Era parte del examen, con las preguntas resueltas con un resaltador. Me lo había enviado una muy buena amiga mía, de quien no desconfío, pero igual evitaré mencionar en este escrito y, después, en las redes sociales la denuncia, la queja, el señalamiento. Lamentablemente se había filtrado el examen. En ese momento, me dejé caer sobre la cama y sentí una profunda decepción.

No basta con que la docencia sea una de las profesiones más maltratadas y con menos prestigio social, sino que, además, es necesario seguir vejando a los buenos maestros que se prepararon, que estudiaron, que consiguieron a duras penas soportar todas esas horas en el examen y salieron airosos. No, no basta. También hay que quitarles el trabajo, la oportunidad de mejorar sus ingresos, de escapar de colegios donde, posiblemente, estén trabajando dos turnos por el precio de uno o donde estén obligados, en ocasiones, a asistir domingos.

Mientras el Perú no se sacuda de este tipo de mafias que dañan terriblemente el ejercicio de la docencia, esta noble carrera, este país seguirá siendo un lugar donde surjan los traidores. Y ya no parecerá necesario estudiar, hacerse maestro, intentar enseñar cualquier materia, porque el atajo de las trampas no tiene sanción ni castigo.

Ser maestro, en verdad, es una lucha a contracorriente, a costa de todo, donde lamentablemente uno termina mirándose al espejo y preguntándose si es necesario hacerse el héroe y seguir en la brega o es mejor marcharse y ser más práctico, acomodarse a un negocio, prestar otro servicio, buscar otro tipo de empleo donde no necesariamente se obtengan aplausos, sino una vida digna hecha en proporción a nuestro esfuerzo.

Lamento, con todo mi corazón, que este rencor mío y el de todos los docentes que han llegado hasta esta parte de la lectura, se estanque en la última línea de este escrito. 


jueves, 4 de febrero de 2021

Domiciano Mercedes, el maestro que nos quiso ver volar


Por: Ernesto Facho Rojas

 

Los maestros del Karl Weiss, muchas veces, llegaban resignados.

Aparecían balanceando sus maletines, mientras atravesaban un estrecho pasadizo sembrado de muchachos con las camisas por fuera, quienes también tocaban palmas como unos monos brutos y soltaban horribles carcajadas de villanos. Ya en el salón, había que decirles que se acomodaran, que tomaran asiento, que sacaran el cuaderno. Y apenas abrían la boca, podía sentirse, en las palabras de esa gran mayoría de profesores, aquel desgano clásico y natural por estar allí, frente a un montón de adolescentes que no hacían más que, también en la gran mayoría de los casos, tomar notas en sus cuadernos sucios o decir una broma vulgar.

En medio de ese conocido pandemonio, aparecía mi profesor Domiciano. Siempre me llamó la atención lo fijo que se quedaba su cabello —una suerte de hebras blanquinegras—, cuando dictaba clases. A veces, cuando se enfurecía y se ponía rojo, tan solo permitía que un mechón gris cayera por su frente y nada más.

Pero lo que más sorprendía de su persona, de su calidad docente, era esa marcada diferencia cuando trataba de entrar en nuestros corazones con un sermón limpio y sincero, ese que quiere ser una especie de anzuelo que capture para siempre la consciencia de los estudiantes.

Era, junto con otra minoría, de aquellos que hacía todo lo posible por clavar inteligentemente el colmillo en el duro cuero de la ignorancia. Su desesperación, su agitación, su verbo encendido trataba de convencernos, de estremecernos y encender en nosotros esa voz que grita: «¡Despierta, joven!»

Cómo no recordar esas sesiones extraordinarias en un salón aparte, fuera de la institución, con precios realmente absurdos para todo lo que recibíamos. Se me viene a la mente esa urgencia que nos despertó cuando dijo que debíamos aprender técnicas de estudio.

Domiciano Mercedes Bejarano era, sin duda alguna, un docente cuya fe por la juventud y el porvenir ardía como una sola llama dentro de su pecho.

Ya había terminado mi carrera y, en una ocasión, lo encontré por la calle y nos saludamos. Recuerdo que con buena fe me llevó, casi de la mano, hasta una conocida academia preuniversitaria. Intercedió por mí y, gracias a él, obtuve unas horas para dictar literatura. Quien redacta no estaba desesperado por el empleo; sin embargo, en los ojos de mi maestro aún brillaba esa chispa de esperanza por la juventud, esa necesidad de ayudar.

Gracias, maestro, por su pasión; por ser luz en aquellos rincones donde abundaban las tinieblas; gracias por su vida al servicio de los que no son nada y andan ciegos; gracias por, reitero, esa desesperación por vernos surgir de entre esa masa informe y sin ánimos que fue la adolescencia; gracias por los test vocacionales, esos documentos que irremediablemente vaticinaron mi futuro prometido a la escritura; gracias por el tiempo extra en los salones pequeños donde escuchábamos los reforzamientos; gracias, además, por hacernos sentir que así, con nuestros quince o dieciséis años, éramos seres con una misión importantísima en un país que  desfallece y se destartala.

Por los sellos en las esquinas de las páginas, por los desafíos mentales, por las adivinanzas, por los regaños, por el jalón de orejas…

Por su librito de psicología (autor: Domiciano Mercedes Bejarano) con esas preguntas difíciles al final, gracias, muchas gracias.

Ahora debe marchar por otros pasadizos ciertamente menos oscuros.

Y ya no habrá oportunidad para alcanzarlo y hacerle la última pregunta sobre el tema.

¡Adiós, mi buen maestro! ¡Adiós, amigo, adiós!

 



Martes 4 de febrero de 2021

11: 12 p.m.