lunes, 8 de junio de 2020

«¡No te olvides de mi libro!»


Por: Ernesto Facho Rojas



Ya era momento de iniciar con la presentación de mi novela, pero los músicos seguían tocando. Miré mi reloj, mientras vi que —también con retraso— llegaban los presentadores.  El Poeta estaba por allí; conversaba con unos muchachos y le regalaba sus propios libros firmados a otro vate menudo que estaba de visita. Sin embargo, su expresión era de pocos amigos. Estaba más serio que de costumbre y se le notaba algo nervioso.
Me anunciaron y caminé hacia la mesa de honor junto con los comentaristas. Las luces nos daban en la cara y eso era algo fastidioso, pero no tanto como el rostro del Poeta que seguía hundiendo en su pecho algún sentimiento oscuro, ese mismo que se reflejaba en su semblante.
Me alcanzaron el micrófono y, cuando empecé a saludar al auditorio, súbitamente el Poeta, dando veloces y grandes pasos, decidió abandonar la sala. Eso sí me sorprendió, incluso me distrajo.
Mientras intentaba construir mi discurso con algún saludo trillado para salvar el momento, recordaba que, cuando él presentaba una muestra de sus versos, yo había sido uno de los amigos más entusiastas.
Una mañana, aquel bardo se había aparecido en la puerta de mi trabajo. Era el año 2016 y ya se había hecho de otro título. «¡Felicitaciones, estimado!» recuerdo haberle dicho, mientras lo abrazaba y le daba golpecitos afectuosos y viriles en la espalda.
—Quiero que me hagas una reseña, Alberto —me propuso el artista.
— ¿Una reseña? ¿Yo? —pregunté con asombro.
—Sí. La quiero para la próxima semana, porque quiero publicarla en La Industria.
—Pero, Poeta… —dije, mientras recordaba cómo él se había negado a escribir algo para mi primer libro—. Mira, estoy ocupado. Este colegio religioso me quita mucho tiempo.
—Hermano, cuando puedas… Tómate tu tiempo. Ya, ve cuando te haces un espacio.  
Con el libro entre las manos y la propuesta allí, decidí no hacerme para atrás y apoyarlo. En ese momento me despedí, pues estaba en el receso y casi ya no me quedaba mucho tiempo para volver a clases.
—¡Oye, hermano, todavía no te vayas! Espera… ¿Estás apurado? —me dijo con cierta ironía. Seguro pensaba que mi prisa era un rasgo de soberbia.
—¿Qué pasó? Tengo que irme, Poeta.
De un bolso que no sé de dónde apareció, mi compañero extrajo una cámara fotográfica y, con más autoridad que cortesía, me dijo:
—Ponte allí para tomarte una foto con mi libro.
—¿Dónde?
—Más atrás. Así… Así… Cógelo así, que se vea la portada… Pero sonríe, pues… Ya…  A ver, otra… Ya… Listo. Hermano, te pasaste. Ya no te quito más tu tiempo —dijo ante de retirarse y estrechar mi mano con energía.
Ya estaba por terminar la presentación de la novela, cuando apareció una vez más el Poeta. Estaba con el cabello mojado, se le notaba más tranquilo, pero aún conservaba una pizca de enojo en su expresión.
Mientras me dirigía a la mesa de honor recordé que, remarcando bien las palabras, me había dicho: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro». «No te preocupes —le dije—. De todas maneras te voy a dar uno».
La maestra de ceremonias nos agradeció por participar en el evento y, junto con los presentadores, oyendo el sonido de los aplausos, nos dirigimos a la parte trasera del auditorio.
En ese momento, se me acercó una señora con un pequeño: era un exalumno mío, quien había visto la publicidad y me pedía que le venda la novela. A unos metros, el Poeta vigilaba con recelo la mesa donde estaban expuestos los ejemplares. Luego se acercó un amigo… y otro… y otro amigo a pedir que les vendiera mi obra. Algunos me solicitaban dedicatorias que ellos mismos ya habían escrito con anticipación.
Más adelante, con la cabeza gacha a razón de que firmaba un ejemplar, sentí una mano posarse en mi espalda y una voz dueña de un tono entre confidencial y exigente: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro». «No, amigo. No, no te preocupes», le contesté más sorprendido aun con dicha urgencia.
—Alberto —se me acercó Julio—, necesito que nos des unas palabras para el evento.
—Sí, termino de vender aquí y te juro que voy —le respondí agradecido a mi anfitrión.
—Ya, listo, gracias.
Una vez más, mientras despachaba a mi último cliente, el Poeta se me acercó y repitió, dándole más énfasis que antes a las mismas palabras: «Alberto, no te vayas a olvidar de mi libro».
Un tanto disgustado por su insistencia, avancé hacia el salón donde me estaban esperando con la cámara encendida. Con gran sorpresa, el Poeta me vio pasar delante de él, con un extraño gesto que era parecido al de la desolación. Cuando vi su tristeza, le dije: «Espera un momentito. Ya vuelvo».
Di las palabras con gran fluidez, hicimos una sola toma y quedó. Sin embargo, desde allí, en medio de esas paredes cubiertas con cuadros coloridos y absurdos, aquella noche en que la alegría de haber presentado una obra de narrativa se estaba echando a perder, no quise volver a sentir la energía pesada de mi amigo, el hacedor de versos. Por ello, cuando vi que mi padre hizo su aparición, le pedí que por favor le entregara uno de los libros que estaba en mi maleta. Además, afuera me abordaron dos buenos amigos que también me pidieron un ejemplar, por los cuales ellos sí pagaron.
—Dice que quiere que se lo firmes —dijo mi papá cuando lo vi volver con el libro entre las manos. No sé por qué, pero le faltaba la primera hoja en blanco a la novela. Había sido arrancada.
Con ganas de que el ilustre rapsoda se fuera contento, le dediqué el libro, encargué mi maletín y yo mismo fui a entregárselo. Después de todo, me apenaba verlo esa noche allí con el ceño fruncido, la expresión dura, tal vez con el orgullo herido, aunque me negaba a pensar en esto último. Sin embargo, la situación parecía evidente.
Me acerqué, puse el libro en sus manos y creo que le di un abrazo y le hablé lo más amable y afectuoso que pude, sin máscaras ni artificios. Yo era sincero. Pronto vi que mi sonrisa tuvo un reflejo en su rostro; había cambiado su semblante. Intercambiamos unas palabras y me excusé —sin mentirle— diciéndole que estaba ocupado firmando y vendiendo libros. Al fin y al cabo, yo había asistido a dicha ceremonia para vender la obra, lo cual era una prioridad frente a la buena voluntad mía de poner paños fríos en los ánimos del artista.  
Me agradeció por haberlo mencionado, nos despedimos afectuosamente y, ya habiendo cumplido con dicho evento, fui detrás de mi familia y buscamos un taxi.
En el camino, me iba pensando: «Pedirle una reseña hubiera sido absurdo. Mejor así. Ni loco».



11: 30 p.m. 8 de junio de 2020




No hay comentarios:

Publicar un comentario