domingo, 22 de diciembre de 2019

Necesito amistarme para Navidad - La Industria (22/12/19)



Por: Ernesto Facho Rojas*


Cuando Natalia abrió la puerta, encontró una hermosa carreta rústica, cargada de rosas y perfumados lirios. Un oso de peluche comandaba ese móvil inmóvil en su puerta.
Al contemplarla, la muchacha sintió una especie de vahído, pues en la tarjeta decía: «Perdóname».
Una cascada de rocío tomó por asalto a sus ojos café y ya se encontraba con las mejillas húmedas y encendidas. Luego sus puños fueron cerrándose con tal furia que, de un solo golpe, tiró la puerta, produciéndose una ráfaga de aire que derribó unos cuantos pétalos del adorno.
A una cuadra esperaba Teo, mirando la sombra solitaria de ese costoso arreglo, el cual seguía erguido, como si fuera un payaso en el centro del circo, muy seguro de los aplausos que le debe un público ausente.
Las flores y las mujeres tienen un secreto y mágico pacto, una especie de magnetismo entre sí.
Por eso, no podían quedarse allí. Y es que Teo, a sus dieciséis, no creía en aquellas historias donde una mujer se deshacía de un ramo de flores. Aquello sería como negarse a ellas mismas. Luego recordó la canción de Guillermo Dávila:

…como una rosa rota en la basura.

«¿Y si entró para traer unas tijeras y despedazarlas?» se preguntó inseguro, dramático. «No, ese arreglo está muy bonito. Mi hermana me ayudó a elegirlo», reflexionó. Entonces se acercó unos metros, convencido que desde allí, podría neutralizar cualquier ataque de Natalia a ese artefacto romántico, aquella tarde  que ya iba tomando un aspecto gris.


Luego, escuchó el estruendo de una cadena que estaba templándose con furia. Era un perro Gran Danés leonado, de largas orejas caídas, quien observaba el espectáculo inmóvil de aquel oso. El olor de las flores había llamado su atención. Sin duda, la argolla que sostenía esa cadena no duraría mucho tiempo. Miró por ambos lados y parecía que los dueños estaban ocupados, dentro, atendiendo una visita que había aparecido hacía unos minutos con grandes cajas de regalos envueltas en lazos púrpuras y globos. Teo, al llegar, lo había visto preso del fulgor de las luces eléctricas, pero al escuchar el estruendo de la puerta de Natalia, el can  había asomado -con mucha curiosidad- el hocico.
Dispuesto a apoderarse de las flores, como si se tratara del ser homenajeado, el perro empezó a jalar con más fuerza, mientras los ecos de sus ladridos se hacían más potentes y viriles. Dentro, la música de unos villancicos chillones hacía el trabajo de una cortina de humo. Nadie pudo ser testigo de la inminencia del ataque canino sobre esas flores que el viento, casi con lástima, acariciaba y hacía temblar mientras caía la tarde.
Prediciendo la ruptura de la ya frágil cadena, Teo salió corriendo en dirección al arreglo ignorado por su musa. Tenía el cuerpo cubierto por una espesa leche de electricidad, un incendio en la columna vertebral. Anegado en el pavor se preguntó: «¿Podía aventajar al perro?»  Entonces, cuando estuvo a punto de lanzarse sobre las rosas, casi a dos metros del animal, sintió que el mecanismo de la cerradura de la puerta se activaba.
Enseguida, la oscuridad cubrió su entendimiento. El muchacho había llegado al reino de las sombras mientras, del otro lado, escuchaba los gritos de la pequeña Natalia y el sonido de flores masticadas.


Unas horas después, despertó. Estaba con la cabeza envuelta en unas vendas gruesas. Del lado de la oreja izquierda, tenía el gancho que ajustaba la tela. Una palpitación en el cráneo que le punzaba le trajo poco a poco los recuerdos y, su madre, más tarde se lo confirmó:
—¿Y qué pasó, eh, Teo? ¿Por qué se te ocurrió salir como alma que lleva el diablo con tu bicicleta? No viste bien ese camión que venía y ¡zas!, te estrellaste contra él. Tu papá y yo, ¡no sabes!, pensamos lo peor. Creíamos que te ibas a morir. ¡Creíamos que te ibas a morir! Tirado, tú, allá en medio de la pista, ¡Dios mío!
—Perdón, mamá —contestó Teo, preso todavía entre la realidad del sueño y ese otro sueño que es la vida. Luego consultó—: ¿Y el perro? ¿El Gran Danés?
—¡¿Cuál perro, hijito?! Aquí no hay ningún perro. ¿Te sientes bien, papito?
Tuvieron una charla sobre seguridad vial. Le dijeron que Trujillo es muy peligroso. Que hay que tener más cuidado cuando vaya por la Avenida Mansiche, pues estar frente a la capilla no garantizaba nada.
Luego lo dejaron solo. Puso los ojos fijos en la ventana, mientras veía las nubes amontonarse allá, al fondo de un ocaso que el sol empezaba a construir con su ausencia. Un disco encendido como la pulpa de un durazno había desaparecido en el horizonte.
Pero Natalia seguía enojada porque él había hablado con esa niña, esa tal… No recordaba ni el nombre. ¿Acaso había terminado ya esa historia?  El pobre tenía el corazón apaleado por la ausencia de esa rencorosa niña y, parecía, que también era de noche, allí en su corazón.
Entonces alguien abrió la puerta. Pero no había sido el sonido, sino la esencia de los soberbios y frescos tulipanes que, de noche, con su encendido perfume habían llamado su atención. Unos delicados pasos, en medio del silencio, con su peso de nieve iban siguiendo una línea invisible. Así, Teo no quiso abrir los ojos. Y optó por aferrarse a la esperanza: se amarró a la certeza de la dicha, como lo haría un náufrago frente a su tabla de salvación, a flote de la miseria.
Una débil oscuridad se encendió en la habitación. Allí estaban sus ojos caramelo, sus mejillas redondas, su amplia frente en forma de triángulo, la cual terminaba en ese cabello lacio y sedoso que caía sobre sus hombros. Contra sus pequeños pechos, apretaba ¡oh, sorpresa! un peluche color miel que incluso en esa paupérrima luz, todavía ostentaba el celeste lazo alrededor del cuello.
Entonces, sin atender a las heridas del golpe, Teo apresuró los brazos hacia esa figura que cargaba la carreta de flores y ese oso de peluche. Y cuando estuvo a punto de tocarla, cuando el cielo se abrió en forma de una lenta epifanía que descorre una cortina hacia la gloria, escuchó una voz que le decía:
—Teodoro, hijo, despierta. ¡Por Dios! ¡Mira cómo te ha dejado ese perro! ¡Una ambulancia, por favor! ¡Un médico!




FIN






*Docente y escritor

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